jueves, 28 de enero de 2010

EL DESENCUENTRO DE DOS RAZONES REVOLUCIONARIAS INDIANISMO Y MARXISMO

ÁLVARO GARCÍA LINERA

Vicepresidente de Bolivia (compartió fórmula con Evo Morales y asumió el 21 de enero del 2006). Comprometido con la docencia, la
investigación social y la política militante se vinculó desde temprana edad con los grupos de trabajadores mineros e indígenas de su
país. Autor, entre otros, de: Estado multinacional (2005); Sociología de los movimientos sociales en Bolivia (2004); y “Los impactos
de la capitalización: Evaluación a medio término”, en Diez años de la capitalización, Luces y Sombras (2004).
En Bolivia, el antiguo marxismo no es significativo ni política ni intelectualmente, y el marxismo crítico, proveniente
de una nueva generación intelectual, tiene una influencia reducida y círculos de producción aún limitados. Por el
contrario, el indianismo, poco a poco, se ha ido constituyendo en una narrativa de resistencia que en estos últimos
tiempos se propuso como una auténtica opción de poder.
En los últimos cien años, en Bolivia se han desarrollado cinco grandes ideologías o “concepciones del mundo” de
carácter contestatario y emancipatorio. La primera de estas narrativas de emancipación social fue el anarquismo, que
logró articular las experiencias y demandas de sectores laborales urbanos vinculados al trabajo artesanal y obrero en
pequeña escala y al comercio. Presente desde fines del siglo XIX en algunos ámbitos laborales urbanos, su influencia
más notable se da en los años 30 y 40 del siglo XX, cuando logra estructurar federaciones de asociaciones agremiadas
de manera horizontal en torno a un programa de conquista de derechos laborales y a la formación autónoma de una
cultura libertaria entre sus afiliados1.
Otra ideología que ancla sus fundamentos en las experiencias de siglos anteriores es la que podríamos llamar
indianismo de resistencia, que surgió después de la derrota de la sublevación y del gobierno indígena dirigido por Zárate
Willka y Juan Lero, en 1899. Reprimido este proyecto de poder nacional indígena, el movimiento étnico asumió una
actitud de renovación del pacto de subalternidad con el Estado mediante la defensa de las tierras comunitarias y el
acceso al sistema educativo. Sustentado en una cultura oral de resistencia, el movimiento indígena, predominantemente
aymara combinará de manera fragmentada la negociación de sus autoridades originarias con la sublevación local hasta
ser sustituido, como horizonte explicador del mundo en las comunidades, por el nacionalismo revolucionario a mediados
de siglo.
El nacionalismo revolucionario y el marxismo primitivo serán dos narrativas políticas que emergerán
simultáneamente con vigor después de la Guerra del Chaco, en sectores relativamente parecidos (clases medias
letradas), con propuestas similares (modernización económica y construcción del Estado nacional) y enfrentados a un
mismo adversario, el viejo régimen oligárquico y patronal.
A diferencia de este marxismo naciente, para el cual el problema del poder era un tema retórico que buscaba ser
resuelto en la fidelidad canónica al texto escrito, el nacionalismo revolucionario, desde su inicio, se perfilará como una
ideología portadora de una clara voluntad de poder que debía ser resuelta de manera práctica. No es casual que este
pensamiento se acercara a la oficialidad del ejército –la institución clave en la definición del poder estatal- y que varios de
sus promotores, como Paz Estenssoro, participaran en gestiones de los cortos gobiernos progresistas militares que
erosionaron la hegemonía política conservadora de la época. Tampoco es casual que, con el tiempo, los nacionalistas
revolucionarios combinaran de manera decidida sublevaciones (1949), con golpes de Estado (1952) y participación
electoral como muestra de una clara ambición de poder.
Obtenido el liderazgo de la revolución de 1952 por hechos y propuestas prácticas, el Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR) hará que su proyecto partidario devenga en toda una concepción del mundo emitida desde el
* Fuente: Revista Barataria Nº 2, marzo-abril 2005, El Juguete Rabioso (Edición Malatesta: La Paz).
1 Dibbits I. Walsworth, Polleras libertarias. Federación Obrera femenina, 1927-1965, Taipamu-Hisbol, Bolivia, 1989; también, Agustín
Barcelli, “Medio siglo de luchas sindicales revolucionarias”, en Bolivia, 1905-1955, Editorial del Estado, 1965.
Estado, dando lugar a una reforma moral e intelectual que creará una hegemonía político cultural de 35 años de duración
en toda la sociedad boliviana, independientemente de que los sucesivos gobiernos sean civiles o militares.

EL MARXISMO PRIMITIVO
Si bien se puede hablar de una presencia de pensamiento marxista desde los años 20, a través de la actividad de
intelectuales aislados como Tristan Marof 2, el marxismo, como cultura política en disputa por la hegemonía ideológica
cobrará fuerza en los años 40, por medio de la actividad partidaria del Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR), el
Partido Obrero Revolucionario (POR) y la producción intelectual de sus dirigentes (Guillermo Lora, José Aguirre
Gainsborg, José Antonio Arce, Arturo Urquidi, etc.).
El surgimiento del marxismo y su recepción en el ámbito social vendrá marcado por dos procesos constitutivos. El
primero radica en una producción ideológica directamente vinculada a la lucha política, lo que conjuró la tentación de un
“marxismo de cátedra”. Los principales intelectuales que se adscriben a esa corriente participan del activismo político, ya
sea en la lucha parlamentaria o en la organización de las masas, lo que influirá tanto en las limitaciones teóricas de la
producción intelectual de la época –más apegada a una repetición de los sencillos esquemas de los manuales de
economía y filosofía soviéticos-, como en la constante articulación de sus reflexiones con el acontecer político práctico de
la sociedad.
El otro hecho notable de este nacimiento lo representa la recepción del marxismo, y del propio nacionalismo
revolucionario en el mundo laboral, que viene precedida de una modificación de la composición de clase de los núcleos
económicamente más importantes del proletariado minero y fabril boliviano, que se hallan en el pleno tránsito del “obrero
artesanal de empresa” al “obrero de oficio de gran empresa”. Esto significa que el marxismo se enraíza en el locus obrero
en el momento en que se está consolidando la mutación de la centralidad de los saberes individuales del trabajo y del
virtuosismo tradicional artesanal que caracterizaba la actividad productiva en los talleres y las industrias, en la primacía
del soporte técnico industrial y en una división del trabajo eslabonada en el tiempo de los obreros industriales en las
empresas mineras de estaño y de las fábricas, principalmente textileras urbanas3.
Se trata, por tanto, de un proletariado que interioriza la racionalidad técnica de la modernización capitalista de gran
empresa, y que está subjetivamente dispuesto a una razón del mundo guiada por la fe en la técnica como principal
fuerza productiva, en la homogeneización laboral y la modernización industriosa del país. Se trata ciertamente del
surgimiento de un tipo de proletariado que se halla en proceso de interiorización de la subsunción real del trabajo al
capital como un prejuicio de masa4 y será sobre esta nueva subjetividad proletaria que ocupará el centro de las
actividades económicas fundamentales del país, que el marxismo, con un discurso de racionalización modernizante de la
sociedad, logrará enraizarse durante décadas.
El marxismo de esta primera época es, sin lugar a dudas, una ideología de modernización industrial del país en lo
económico, y de consolidación del Estado nacional en lo político. En el fondo, todo el programa revolucionario de los
distintos marxismos de esta etapa, hasta los años 80, tendrá –aun cuando lleve diversos nombres, la revolución
“proletaria” del POR, “democrática-burguesa en transición al socialismo” del Partido Comunista Boliviano (PCB), de
“liberación nacional” del Ejército de Liberación Nacional (ELN), “socialista” del Partido Socialista 1 (PS-1)- objetivo
similares: despliegue incesante de la modernidad capitalista del trabajo, sustitución de las relaciones “tradicionales” de
producción, especialmente de la comunidad campesina de deberá “colectivizarse” u “obrerizarse”, homogeneización
cultural para consolidar el Estado y una creciente estatalización de las actividades productivas como base de una
economía planificada y de una cohesión nacional-estatal de la sociedad. En el fondo, este marxismo primitivo, por sus
fuentes y sus objetivos, será una especie de nacionalismo revolucionario radicalizado y de ahí que no sea raro que los
militantes y los cuadros marxistas de las fábricas y minas, especialmente “poristas” y “piristas”, se hayan incorporado
rápidamente el partido triunfador de abril del 52, o que la masa proletaria de influencia de estos partidos marxistas, en los
2 Tristan Marof, La justicia del inca, Bruselas, 1926.
3 Álvaro García Linera, La condición obrera. Estructuras materiales y simbólicas del proletariado de la minería mediana, CIDESUMSA-
La Comuna, La Paz, 2000.
4 René Zavaleta, Lo nacional popular en Bolivia, Siglo XXI, México, 1986.
hechos, haya actuado bajo el comando ideológico movimientista en los momentos de la definición política. De esta forma,
mientras que en los congresos mineros o fabriles se podía aprobar el programa de transición trotskista, en las elecciones
presidenciales y en el comportamiento político se era movimientista, pues, en el fondo, lo que diferenciaba a marxistas y
nacionalistas no era tanto el discurso, modernizante, estatalista y homogeneizante, sino la voluntad de poder de los
últimos para llevar adelante lo prometido.
Con todo, el marxismo llegó a formar una cultura política extendida en sectores obreros, asalariados y estudiantiles
basada en la primacía de la identidad obrera por encima de otras identidades, en la convicción acerca del papel
progresista de la tecnología industrial en la estructuración de la economía, del papel central del Estado en la propiedad y
distribución de la riqueza, de la nacionalización cultural de la sociedad en torno a estos moldes y de la “inferioridad”
histórica y clasista de las sociedades campesinas mayoritarias en el país.
Esta narrativa modernista y teleológica de la historia, por lo general adaptada de los manuales de economía y
filosofía, creará un bloqueo cognitivo y una imposibilidad epistemológica sobre dos realidades que serán el punto de
partida de otro proyecto de emancipación que con el tiempo se sobrepondrá a la propia ideología marxista: la temática
campesina y étnica del país.
Considerada desde la perspectiva del capitalismo europeo, cuna del proletariado llamado a hacer la revolución y a
partir de la disolución de las relaciones tradicionales campesinas, la izquierda marxista ubicará a la realidad agraria como
representante del “atraso” que debe dar paso al “progreso” de la industria que permitiría pensar en la emancipación. En
ese sentido, el agro se presentará como un lastre para los sujetos de la revolución social, los proletarios, que deberán
buscar la mejor manera de “arrastrar” a los “pequeños propietarios” de la tierra. La lectura clasista de la realidad agraria
que hará el marxismo no vendrá por el lado de la subsunción formal y real, que hubiera permitido develar las condiciones
de explotación de este sector productivo; se lo hará desde el esquema –prejuicio- del enclavamiento a partir de la
propiedad, con lo que trabajadores directos quedarán en el saquillo de “pequeños burgueses” de dudosa fidelidad
revolucionaria por su apego a la propiedad.
En este esquema, la comunidad y sus relaciones productivas sencillamente no existirán en el horizonte interpretativo
de este marxismo5 y mucho menos cualquier otra identidad social que no sea la estrictamente económica; en este caso,
campesina. Los repertorios culturales de las clases sociales, la diversidad identitaria de la sociedad o la existencia de
naciones y pueblos indígenas serán un no lugar en la literatura y en la estrategia izquierdista, a excepción de Osvaldo
Sáenz6, cuyo pionero aporte rápidamente será silenciado por la vulgata partidaria de “clases” sociales identificadas, ni
siquiera por la estructura de las relaciones de producción y reproducción social, sino tan sólo por las relaciones de
propiedad, lo que producirá un reduccionismo clasista de la realidad social boliviana y un reduccionismo juridicista y
legalista de la conformación de las “clases sociales” 7.
Para este marxismo no había ni indios ni comunidad, con lo que una de las más ricas vetas del pensamiento
marxista clásico queda bloqueada y rechazada como herramienta interpretativa de la realidad boliviana 8; además, esta
posición obligará al emergente indianismo político a afirmarse precisamente en combate ideológico, tanto contra las
corrientes nacionalistas como contra las marxistas, que rechazaban y negaban la temática comunitaria agraria y étnico
nacional como fuerzas productivas políticas capaces de servir de poderes regenerativos de la estructura social, tal como
precisamente lo hará el indianismo.
Las posteriores conversiones respecto a esa temática por parte de la izquierda a fines de los 80, a partir de las
cuales se “descubrirán” a la comunidad y la diversidad nacionalista del país, no sólo serán meramente testimoniales –
pues la izquierda marxista primitiva había entrado en franca decadencia intelectual y marginalidad social-, sino que
5 Notables excepciones de una lectura marxista mucho más consistente sobre el tema agrario en Bolivia se pueden hallar en Danilo
Paz, Estructura agraria en Bolivia, Editorial Popular, La Paz, 1983; Jorge Echazu, Los problemas agrarios campesinos de Bolivia, La
Paz, 1983.
6 G. Ovando Saenz, El problema nacional y colonial en Bolivia, La Paz, 1984.
7 José Antonio Arce, Sociología marxista, Oruro, 1963; Guillermo Lora, Historia del La Paz, 1980. movimiento obrero, tomo III, Los Amigos del Libro,
8 Sobre la comunidad en el pensamiento de Marx, revisar, Escritos sobre Rusia II. El porvenir de la comuna rural rusa, PyP, 90,
México, 1980; Los apuntes etnológicos de Karl Marx, Editorial Pablo Iglesias-Siglo XXI, España, 1988.
además la temática será abordada de la misma manera superficial e instrumental con la que décadas atrás fue
interpretada la centralidad proletaria.
Al final, una lectura mucho más exhaustiva de la temática indígena y comunitaria vendrá de la mano de un nuevo
marxismo crítico y carente de auspicio estatal que, desde finales del siglo XX y a principios del XXI, apoyándose en las
reflexiones avanzadas por Zavaleta, buscará una reconciliación de indianismo y marxismo, capaz de articular los
procesos de producción de conocimiento local con los universales 9.

EL INDIANISMO
El voto universal, la reforma agraria, que acabó con el latifundio en el altiplano y los valles, y la educación gratuita y
universal, hicieron del ideario del nacionalismo revolucionario un horizonte de época que envolvió buena parte del
imaginario de las comunidades campesinas que hallaron en este modo de ciudadanización, de reconocimiento y
movilidad social, una convocatoria nacionalizadora y culturalmente homogeneizante, capaz de desplegar y diluir el
programa nacional étnico de resistencia gestado décadas atrás. Fueron momentos de una creciente desetnización del
discurso e ideario campesino, una apuesta a la inclusión imaginada en el proyecto de cohesión cultural mestiza irradiada
desde el Estado y de la conversión de los nacientes sindicatos campesinos en la base de apoyo del Estado nacionalista,
tanto en su fase democrática de masas (1952-1964), como en la primera etapa de la fase dictatorial (1964-1974).
El sustento material de este período de hegemonía nacional estatal será la creciente diferenciación social en el
campo y permitirá mecanismos de movilidad interna vía los mercados y la ampliación de la base mercantil de la
economía rural, la acelerada descampesinización que llevará a un rápido crecimiento de las ciudades grandes e
intermedias y a la flexibilidad del mercado de trabajo urbano que habilitará la creencia de una movilidad campo-ciudad
exitosa mediante el acceso al trabajo asalariado estable y el ingreso a la educación superior como modos de ascenso
social.
Los primeros fracasos de este proyecto de modernización económica y de nacionalización de la sociedad se
comenzarán a manifestar en los años 70, cuando la etnicidad, bajo la forma del apellido, el idioma y el color de piel, será
reactualizada por las élites dominantes como uno más de los mecanismos de selección para la movilidad social,
renovando la vieja lógica colonial de enclasamiento y desclasamiento social que se tenía, junto a las redes sociales y a la
capacidad económica, como los principales medios de ascenso y descenso social.
Ello, sumado a la estrechez del mercado laboral moderno, incapaz de acoger a la creciente migración, habilitará un
espacio de naciente disponibilidad para el resurgimiento de la nueva visión del mundo indianista que, en estos últimos 34
años, ha transitado varios períodos: el período formativo, el período de la cooptación estatal y el período de su
conversión en estrategia de poder.

GESTACIÓN DEL INDIANISMO KATARISTA
El primer período es el de la gestación del indianismo katarista, en tanto construcción discursiva, política y cultural
formadora de fronteras culturales como modo de visibilización de exclusiones y jerarquías sociales. Inicialmente el
indianismo katarista nace como discurso político que comienza a resignificar de manera sistemática la historia, la lengua
y la cultura. En unos casos, esta formación discursiva revisará la historia colonial y republicana para mostrar las
injusticias, las usurpaciones y discriminaciones de las que serán objeto los pueblos indígenas en la gestión de las
riquezas y poderes sociales. En otros casos, se denunciarán las trabas en los procesos de ciudadanización y de ascenso
social ofertados por el proyecto mestizo nacionalista iniciado en 1952. En ambas vertientes complementarias, se trata de
un discurso denunciativo e interpelatorio que, asentado en la revisión de la historia, hecha en cara la imposibilidad de
cumplir los compromisos de ciudadanía, de mestizaje, de igualación política y cultural, con la cual el nacionalismo se
acercó al mundo indígena campesino después de 1952.
9 Luis Tapia, La condición multisocietal, CIDES-UMSA-Muela del Diablo, La Paz, 2002; Raúl Prada, Largo octubre, Plural, La Paz,
2004; varios autores, Tiempos de rebelión, La Comuna, La Paz, 2001; varios autores, Memorias de octubre, Comuna, La Paz, 2004.
Esto va a suceder desde los años 70, en plena vigencia del modelo estatal centralista y productor, y se va a llevar
adelante por medio de la actividad de una intelectualidad aymara migrante, temporal o permanente, que accede a
procesos de escolarización superior y vida urbana, pero manteniendo aún vínculos con las comunidades rurales y sus
sistemas de autoridad sindical. Estos intelectuales, en círculos políticos autónomos o en pequeñas empresas culturales
(el fútbol, los programas de radio, charlas en las plazas, etc.)10, van construyendo, entre dirigentes de sindicatos agrarios,
redes de comunicación y de relectura de la historia, la lengua y la etnicidad que comienzan a disputar la legitimidad de
los discursos campesinistas con los que el Estado y la izquierda convocaban al mundo indígena.
El aporte fundamental de este período es la reinvención de la indianitud, pero ya no como estigma, sino como sujeto
de emancipación, como designio histórico, como proyecto político. Se trata de un auténtico renacimiento discursivo del
indio a través de la reivindicación y reinvención de su historia, de su pasado, de sus prácticas culturales, de sus penurias,
de sus virtudes, que ha de tener un efecto práctico en la formación de autoidentificaciones y formas organizativas.
En esta primera etapa del período formativo se destacará la obra de Fausto Reinaga, que puede ser considerado
como el intelectual del indianismo más relevante e influyente de todo este período histórico. Su obra está dirigida a
construir una identidad y en la medida en que no hay identidad colectiva que se construya, por lo menos en un inicio,
más que afirmándose frente y en contra de las otras identidades, el indianismo en esta época no sólo se diferenciará de
la “otra” Bolivia mestiza y colonial, sino también de la izquierda obrerista, fuertemente asociada al proyecto
homogeneizante y modernista del Estado nacionalista.
De entrada, el indianismo rompe lanzas frente al marxismo y se le enfrenta con la misma vehemencia con la que
critica a otra ideología fuerte de la época, el cristianismo, considerados ambos como los principales componentes
ideológicos de la dominación colonial contemporánea. En esta descalificación indianista del marxismo como proyecto
emancipador ha de contribuir la propia actitud de los partidos de izquierda que seguirán subalternizando al campesino
frente a los obreros, se opondrán a la problematización de la temática nacional indígena en el país y, como hoy lo hacen
las clases altas, considerarán un retroceso histórico respecto de la “modernidad” cualquier referencia a un proyecto de
emancipación sustentado en potencialidades comunitarias de la sociedad agraria.
A partir de este fortalecimiento, en oposición, el discurso katarista indianista, a fines de los años 70, se va a dividir en
cuatro grandes vertientes. La primera, la sindical, que va a dar lugar a la formación de la Confederación Sindical Única de
Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), hecho que sella simbólicamente la ruptura del movimiento de los
sindicatos campesinos con el Estado nacionalista en general y, en particular, con el pacto militar campesino que había
inaugurado una tutela militar sobre la organización campesina. La otra vertiente es la política partidaria, no solamente
con la formación del Partido Indio, a fines de los años 60, sino del Movimiento Indio Túpak Katari (MITKA) y el
Movimiento Revolucionario Túpak Katari (MRTK), que van a incorporarse, de manera frustrada, en varias competencias
electorales hasta fines de los años 80. La tercera vertiente, al lado de la política y la sindical, va a ser la corriente
académica, historiográfica y de investigación sociológica. Se ha dicho que todo nacionalismo es en el fondo un
revisionismo histórico y de ahí que no sea raro que una amplia generación de migrantes aymaras, que entran al mundo
universitario entre los años 70 y 80, se dedique precisamente a llevar adelante, de manera rigurosa, este revisionismo
histórico mediante el estudio de casos de levantamientos, de caudillos, de reivindicaciones indígenas desde la Colonia
hasta nuestros días.
Si bien hay varias corrientes en este momento, la fuerza del movimiento indianista katarista va a estar centrada en la
CSUTCB. Pero como en toda identidad de los subalternos, esta fuerza de movilización no va a dejar de presentar el
trenzado de múltiples pisos estratégicos de interpelación al Estado. Así, si bien, por una parte es posible encontrar una
fuerte retórica etnicista en los discursos de los dirigentes, en la simbología usada para identificarse –los retratos de los
líderes indígenas, la wiphala-, en los hechos, la fuerza discursiva movilizable de la CSUTCB ha de estar básicamente
centrada en reivindicaciones de tipo clasista y económica, como aquellas que dieron lugar al primer gran bloqueo de
caminos de la flamante dirección sindical a la cabeza de Genaro Flores, en diciembre de 1979. La movilizaciones de la
CSUTCB con predominio en la convocatoria política y étnico nacional por encima de las reivindicaciones estrictamente
campesinas, recién se darán con las rebeliones del año 2000,2001 y 2003.
10 Javier Hurtado, El katarismo, Hisbol, La Paz, 1985.
Un segundo momento de este período de formación discursiva y de élite de la identidad aymara se va a producir
cuando, desde los primeros años de la década de los 80, se produce una lenta pero creciente descentralización de este
discurso; los ideólogos y activistas del indianismo katarista se fragmentan dando lugar a tres grandes corrientes. La
culturalista, que se refugia en el ámbito de la música, la religiosidad y que hoy en día es denominada como la de los
“pachamámicos”. Básicamente es un discurso que ha perdido la carga política inicial y tiene una fuerte carga de
folclorización de la indianitud. Una segunda vertiente, menos urbana que la anterior, se ha denominado la de los
discursos políticos “integracionistas”, en la medida en que enarbola una reivindicación del ser indígena como fuerza de
presión para obtener ciertos reconocimientos en el orden estatal vigente. Se trata de una formación discursiva de lo
indígena en tanto sujeto querellante, demandante de reconocimiento por parte del Estado, para incorporarse a la
estatalidad y ciudadanía vigente, pero sin perder por ello sus particularidades culturales. El ala katarista del movimiento
de reivindicación de la indianitud es la que dará cuerpo a esta posición. Aquí el indígena es la ausencia de igualdad ante
el Estado por una pertenencia cultural (aymara y quechua) que deviene así en signo identificador de una carencia de
derechos (la igualdad), de un porvenir (la ciudadanía plena) y de una distinción identitaria (la multiculturalidad).
Este discurso construye su imaginario a través de la denuncia de la existencia de dos tipos de ciudadanía: la de
“primera clase”, monopolizada por los q’aras, y la ciudadanía de “segunda clase”, a esta pertenecerían los indígenas.
Mediante esta jerarquización de los niveles de ciudadanía en la sociedad boliviana, lo que este discurso realiza es una
lucha por el reconocimiento de la diferencia, pero para lograr la supresión de ésta y alcanzar la igualación y
homogeneización, al menos política, en lo que se considera la “ciudadanía de primera clase”.
En este caso, la diferencia no es enarbolada como portadora de derechos, lo que requeriría pensar en una
ciudadanía multicultural o en la reivindicación de derechos políticos colectivos, ciudadanías diferenciadas y estructuras
político institucionales plurales, pero con iguales prerrogativas políticas frente al Estado. La diferencia es aquí un paso
intermedio a la nivelación, por lo que el horizonte político con el que el katarismo proyecta al indígena sigue siendo el de
la ciudadanía estatal exhibida por las élites dominantes desde hace décadas atrás. De cierto modo, la distancia con el
discurso modernizador del nacionalismo revolucionario no radica en este destino fatal de lo que ha de entenderse por
ciudadanía y marco institucional para ejercerla, sino en el reconocimiento de la pluralidad cultural para poder acceder a
ella, que será precisamente el aporte del modesto discurso liberal frente a la problemática de los “pueblos” y “etnias”. No
será raro, por tanto, que mucho de los personajes del katarismo, elaboradores de este discurso, colaboren
posteriormente con propuestas modernizantes y multiculturalistas del antiguo partido nacionalista que en 1993 llegará
otra vez al gobierno.
Paralelamente, en los años 80, esta corriente ideológica, más vinculada al sindicalismo campesino, será la más
propensa a acercarse a las corrientes marxistas y al aún predominante movimiento obrero organizado en torno a la
Central Obrera Boliviana (COB). Por ejemplo, Genaro Flores logrará establecer alianzas con el frente izquierdista Unidad
Democrática Popular (UDP) en las elecciones de 1980 y algunos de sus cuadros políticos se incorporarán a la gestión de
gobierno de Siles Zuazo.
En los años posteriores, dirigentes de esta fracción katarista buscarán modificar desde adentro la composición
orgánica de la representación social de la COB, dando lugar a una de las más importantes interpelaciones indígenas a la
izquierda obrera.
Una tercera variante discursiva de este movimiento indianista katarista va a ser la vertiente ya estrictamente nacional
indígena, enarbolada de manera intuitiva inicialmente por militantes, activistas y teóricos indianistas influidos por Fausto
Reinaga 11, que buscan la constitución de una República India. Se trata de un discurso que no le pide al Estado el
derecho a la ciudadanía, sino que pone de manifiesto que deben ser los mismos indígenas quienes deben, porque
quieren, ser los gobernantes del Estado. Un Estado que, precisamente por esta presencia india, tendrá que constituirse
en otro Estado y en otra república, en la medida en que el Estado Republicano contemporáneo ha sido una estructura de
poder levantada sobre la exclusión y exterminio del indígena.
Bajo esta mirada el indígena aparece entonces no solo como un sujeto político, sino también como un sujeto de
poder, de mando, de soberanía. La propia narrativa histórica del indígena que construye este discurso va más allá de la
11 Fausto Reinaga, La revolución india, La Paz, 1970; La razón y el indio, La Paz, 1978.
denuncia de las exclusiones, las carencias o los sufrimientos que caracteriza a la reconstrucción culturalista; es una
narrativa heroica, hasta cierto punto guerrera, marcada por levantamientos, por resistencias, por aportes, por grandezas
cíclicamente reconstruidas de varias formas y que algún día habrá de reestablecerse de manera definitiva mediante la
“revolución india”.
En este caso, el indio es concebido como proyecto de poder político y social sustitutivo del régimen republicano de
élites q’aras, que son consideradas como innecesarias en el modelo de sociedad propugnado. En su etapa inicial, este
discurso toma la forma de un panindigenismo, en la medida en que se refiere a una misma identidad india que se
extiende a lo largo de todo el continente, con pequeñas variantes regionales. Esta mirada transnacional de la estructura
civilizatoria indígena puede considerarse imaginariamente expansiva en la medida en que supera el localismo clásico de
la demanda indígena; pero, al mismo tiempo, presenta una debilidad en la medida en que minimiza las propias
diferencias intraindígenas y las diferentes estratégicas de integración, disolución o resistencia por las que cada
nacionalidad indígena optó dentro los múltiples regímenes republicanos instaurados desde el siglo pasado.
De ahí que una segunda etapa, una corriente el interior de esta vertiente indianista encabezada por Felipe Quispe y
la organización Ayllus Rojos 12, realiza dos nuevos aportes a lo heredado por Reinaga. Por una parte, el reconocimiento
de una identidad popular boliviana resultante de los siglos de mutilados mestizajes culturales y laborales en diferentes
zonas urbanas y rurales. Esto es importante porque en la óptica inicial del indianismo, lo “boliviano” era meramente una
invención de una reducidísima élite extranjera, cuyo papel era el de retirarse a sus países de origen europeo. Bajo esta
nueva mirada, en cambio, las formas de identidad popular bolivianas, como la obrera, hasta cierto punto la campesina en
determinadas regiones, aparecen como sujetos colectivos con los cuales hay que trazar políticas de alianza, acuerdos de
mutuo reconocimiento, etc. Este será el significado político de la llamada teoría de las “dos Bolivias”.
El segundo aporte de este discurso es el de la especificidad de la identidad indígena aymara. Si bien hay un
esfuerzo por inscribir en lo indígena múltiples sectores urbanos y rurales, hay una lectura más precisa y efectiva de esta
construcción identitaria en torno al mundo aymara, no sólo a partir de la politización del idioma y el territorio, sino también
de sus formas organizativas, de su forma diferenciada respecto de los otros pueblos indígenas. De esta forma, el indio
aymara aparece de manera nítida como identidad colectiva y como sujeto político encaminado a un destino de
autogobierno, de autodeterminación. Ciertamente se trata de una peculiar articulación entre las lecturas de la tradición
histórica de las luchas indígenas de autonomía, con las modernas lecturas de autodeterminación de las naciones
desarrolladas por el marxismo crítico y cuya importancia radica en que permite centrar el discurso en ámbitos territoriales
específicos, en masas poblacionales verificables y en sistemas institucionales de poder y movilización más compactos y
efectivos que los de la panindianidad. De ahí que se puede afirmar que a partir de esta formación discursiva, el indio y el
indianismo devienen en un discurso estrictamente nacional; el de la nación indígena aymara. Estos dos aportes del
indianismo como estrategia de poder descentrarán la enemistad de esta corriente ideológica con algunas vertientes del
marxismo, dando lugar a un diálogo, ciertamente tenso, entre esta corriente indianista y emergentes corrientes
intelectuales marxistas críticas que ayudarán a definir de una manera mucho más precisa la direccionalidad de la lucha y
construcción de poder político en esa estrategia indianista.

LA COOPTACIÓN ESTATAL
El segundo período de la construcción del discurso nacional indígena es el de la cooptación estatal. Este se inicia a
fines de los años 80, en momentos en que se atraviesa por una fuerte frustración política de intelectuales y activistas del
movimiento indígena, en la medida en que sus intentos de convertir la fuerza de la masa indígena sindicalizada en
votación electoral no dan los resultados esperados. Esto va a dar lugar a una acelerada fragmentación de corrientes
aparentemente irreconciliables dentro del movimiento indianista katarista, sin que ninguna de ellas logre articular
hegemónicamente al resto. La integración y competencia al interior de las estructuras liberal republicanas de poder
(sistema de partidos, delegación de la voluntad política, etc.), marcarán los límites estructurales de la lectura
integracionista y pactista del indianismo katarista. También es una época en la que, a la par de una mayor permeabilidad
de este discurso en la sociedad, se dan los primeros intentos de reelaboración de estas propuestas por partidos de
12 Felipe Quispe, Túpac Katari vive y vuelve carajo, La Paz, 1989.
izquierda e intelectuales bolivianos, pero no con el afán de entender esa propuesta, sino de instrumentalizarla en la
búsqueda de apoyo electoral y financiamientos extranjeros.
Al tiempo que la sociedad y los partidos de izquierda marxista asisten al brutal desmoronamiento de la identidad y
fuerza de masa obrera sindicalmente organizada, la adopción y reelaboración de un discurso etnicista se les presenta
como una opción de recambio en los sujetos susceptibles de ser convocados. De esta manera, la estructura conceptual
con la que esta izquierda en decadencia se acerca a la construcción discursiva indígena no recupera el conjunto de la
estructura lógica de esa propuesta, lo que hubiera requerido un desmontaje del armazón colonial y vanguardista que
caracterizaba al izquierdismo de la época.
Curiosamente, éste también es un momento de confrontación al interior de la CSUTCB entre el discurso étnico
campesino katarista e indianista y el discurso izquierdista frugalmente etnizado. La derrota de Genaro Flores en el
congreso de 1988 cerrará un ciclo de hegemonía discursiva del katarismo indianista en la CSUTCB, dando lugar a una
larga década de predominio de versiones despolitizadas y culturalistas de la identidad indígena, muchas veces
directamente emitidas desde el Estado o las instituciones no gubernamentales. Paralelamente a este repliegue sindical y
frustración electoral, una parte de la militancia indianista adoptará posiciones organizativas más radicales formando el
Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK), bajo la propuesta teórica de autogobierno indígena aymara y apuntalamiento de
estructuras militarizadas en las comunidades del altiplano, influyendo quince años después en las características
organizativas y discursivas de las rebeliones indígenas en el altiplano norte en el siglo XXI.
El MNR es el partido político que con mayor claridad detecta el significado de la formación discursiva de un
nacionalismo indígena, visto como un peligro, así como también las debilidades que atravesaba el movimiento indígena.
Por medio de la alianza con Víctor Hugo Cárdenas y una serie de intelectuales y de activistas del movimiento indígena, el
MNR convierte en política de Estado el reconocimiento retórico de la multiculturalidad del país, mientras que la Ley de
Participación Popular habilita mecanismos de ascenso social local capaces de succionar el discurso y la acción de una
buena parte de la intelectualidad indígena crecientemente descontenta.
La aplicación de la Ley de Participación Popular, si bien ha contribuido en algunos casos a un notable fortalecimiento
de las organizaciones sindicales locales que han logrado proyectarse electoralmente en el ámbito nacional, también
puede ser vista como un mecanismo bastante sofisticado de cooptación de líderes y de activistas locales, que comienzan
a girar y propugnar sus luchas y sus formas organizativas alrededor de los municipios y las instancias indigenistas
expresamente creadas por el Estado. Ello ha de inaugurar un espacio de fragmentación étnica, en la medida en que
también fomenta el resurgimiento y la invención de etnicidades indígenas locales, de ayllus y asociaciones indígenas
separadas entre sí, pero vinculadas verticalmente a una economía de demandas y concesiones en el Estado. De esta
manera, a la identidad indígena autónoma y asentada en la estructura organizativa de los “sindicatos”, formada desde los
años 70, se va a contraponer una caleidoscópica fragmentación de identidades de ayllus, de municipios y de “etnias”.
Este será un momento de reacomodo de las fuerzas y corrientes internas del movimiento indígena, de un rápido
amansamiento de los discursos de identidad a los parámetros emitidos por el Estado liberal, de desorganización social y
de escasa movilización de masas indígenas. A excepción de la gran marcha de 1996 en contra de la ley del INRA, el
protagonismo social de las luchas sociales habrá de desplazarse del altiplano aymara a las zonas cocaleras del Chapare
donde predominará un discurso de tipo campesino complementado con algunos componentes culturales indígenas.

EL INDIANISMO DE LOS 90
El tercer período de este nuevo ciclo indianista puede ser calificado como estrategia de poder y se da a fines de los
años 90 y principios del siglo XXI. Es el momento en que el indianismo deja de ser una ideología que resiste en los
resquicios de la dominación y se expande como una concepción del mundo proto-hegemónica intentando disputar la
capacidad de dirección cultural y política de la sociedad a la ideología neoliberal que había prevalecido durante los
últimos dieciocho años. De hecho, hoy se puede decir que la concepción del mundo de corte emancipativo más
importante e influyente en la actual vida política del país es el indianismo y es el núcleo discursivo y organizativo de lo
que hoy podemos denominar la “nueva izquierda”.
Independientemente de si los actores de esta reconstrucción del eje político contemporáneo acepten el denominativo
de izquierdas como identidad 13, en términos de clasificación sociológica, los movimientos sociales indígenas, en primer
lugar, y los partidos políticos generados por ellos, han creado una “relación de antagonismo entre partes contrapuestas”14
en el universo político, precisamente representable por una dicotomía espacial como lo es “izquierdas y derechas”, lo que
no significa que, como antes, sea una identidad, pues, ahora éstas vienen más del lado le la autoadscripción a lo
indígena (aymaras y quechuas), a lo originario (naciones ancestrales) o a lo laboral (el “pueblo sencillo y trabajador” de la
Coordinadora del Agua de Cochabamba).
La base material de esta colocación histórica del indianismo es la capacidad de sublevación comunitaria con las que
las comunidades indígenas responden a un creciente proceso de deterioro y decadencia de las estructuras comunitarias
campesinas y de los mecanismos de movilidad social ciudad campo. Manifiesta ya desde los años 70, las reformas
neoliberales de la economía incidirán de manera dramática en el sistema de precios del intercambio económico urbano
rural. Al estancamiento de la productividad agraria tradicional y la apertura de la libre importación de productos, los
términos del intercambio regularmente desfavorables para la economía campesina se intensificarán drásticamente 15
comprimiendo la capacidad de compra, de ahorro y de consumo de las familias campesinas. A ello, se sumará un mayor
estrechamiento del mercado de trabajo urbano y un descenso en el nivel de ingreso de las escasas actividades laborales
urbanas con las que periódicamente complementan sus ingresos las familias campesinas. Esto restringe la
complementariedad laboral urbano rural con la que las familias campesinas diseñan sus estrategias de reproducción
colectiva.
Bloqueados los mecanismos de movilidad social internos y externos a las comunidades, con una migración
acelerada a las ciudades en los últimos años, pero con una ampliación de la migración de doble residencia de aquellas
poblaciones pertenecientes a zonas rurales con condiciones de relativa sostenibilidad productiva (que a la larga serán las
zonas de mayor movilización indígena campesina), el punto de inicio de las sublevaciones y de expansión de la ideología
indianista se da en el momento en el que las reformas de liberalización de la economía afecten las condiciones básicas
de reproducción de las estructuras comunitarias agrarias y semi urbanas (agua y tierra). A diferencia de lo estudiado por
Bourdieu en Argelia16 donde el deterioro de la sociedad tradicional dio lugar a un subproletariado desorganizado,
atrapado en redes clientelares y carente de autonomía política, el deterioro creciente de la estructura económica
tradicional de la sociedad rural y urbana ha dado lugar a un fortalecimiento de los lazos comunitarios como mecanismos
de seguridad primaria y reproducción colectiva. Es en medio de ello, y del vaciamiento ideológico que esta ausencia de
porvenir modernizante provoca, que se ha podido expandir la ideología indianista capaz de brindar una razón del drama
colectivo, precisamente a partir de la articulación política de las experiencias cotidianas de exclusión social,
discriminación étnica y memoria social comunitaria de campesinos indios dejados a su suerte por un Estado empresario,
dedicado exclusivamente a potenciar los diminutos enclaves de modernidad transnacionalizada de la economía. La
politización que hará el indianismo de la cultura, del idioma, de la historia y la piel, elementos precisamente utilizados por
la “modernidad” urbana para bloquear y legitimar la contracción de los mecanismos de inclusión y movilidad social, serán
los componentes palpables de una ideología comunitarista de emancipación que rápidamente erosionará la ideología
neoliberal, para entonces cosechadora de frustraciones por la excesiva inflación de ofertas que hizo al momento de
consagrarse. Paralelamente, este indianismo cohesionará una fuerza de masa movilizable, insurreccional y electoral,
logrando politizar el campo político discursivo y consolidándose como una ideología con proyección estatal.
Este indianismo, como estrategia de poder, presenta en la actualidad dos vertientes: una de corte moderada (MASIPSP)
y otra radical (MIP-CSUTCB). La vertiente moderada es la articulada en torno a los sindicatos campesinos del
Chapare enfrentados a las políticas de erradicación de cocaleros. Sobre un discurso campesinista que ha ido adquiriendo
connotaciones más étnicas recién en los últimos años, los sindicatos cocaleros han logrado establecer un abanico de
alianzas flexibles y plurales en función de un “instrumento político” electoral que ha permitido a los sindicatos,
13 El indianismo fuerte nunca aceptó se calificado como de izquierda pues la izquierda tradicional reproducía los criterios
antiindígenas y colonialistas de las derechas políticas.
14 Norberto Bobbio, Derecha e izquierda, Taurus, España, 1998.
15 Mamerto Pérez, Apertura comercial y sector agrícola campesino, Cedla, La Paz, 2004.
16 Pierre Bourdieu, Algérie 60. Structures économiques et structures temporelles, Les Editions de Minuit, París, 1977.
especialmente agrarios, ocupar puestos de gobierno local y una brigada parlamentaria significativa. Reivindicando un
proyecto de inclusión de los pueblos indígenas en las estructuras de poder y poniendo mayor énfasis en una postura
antiimperialista, esta vertiente puede ser definida como indianista de izquierda por su capacidad de recoger la memoria
nacional-popular, marxista y de izquierda formada en las décadas anteriores, lo que le ha permitido una mayor recepción
urbana, multisectorial y plurirregional a su convocatoria, haciendo de ella la principal fuerza político parlamentaria de la
izquierda y la principal fuerza electoral municipal del país.
Por su parte, la corriente indianista radical tiene más bien un proyecto de indianización total de las estructuras de
poder político, con lo que, según sus líderes, los que deberían negociar sus modos de inclusión en el Estado son los
“mestizos”, en calidad de minorías incorporadas en condiciones de igualdad política y cultural a las mayorías indígenas.
Si bien la temática campesina siempre está en el repertorio discursivo de este indianismo, todos los elementos
reivindicativos están ordenados y direccionados por la identidad étnica (“naciones originarias aymaras y quechuas). Se
trata por tanto de una propuesta política que engarza directamente con el núcleo duro del pensamiento indianista del
período formativo (Reinaga), y con ello, hereda la crítica a la vieja izquierda marxista, a su cultura que aún influye
pasivamente en sectores sociales urbanos mestizos. Por ello, esta corriente se ha consolidado sólo en el mundo
estrictamente aymara, urbano rural, por lo que puede ser considerada como un tipo de indianismo nacional aymara.
Pese a sus notables diferencias y enfrentamientos, ambas corrientes comparten trayectorias políticas similares:
a) Tienen como base social organizativa los sindicatos y comunidades agrarias indígenas.
b) Los “partidos” o “instrumentos políticos” parlamentarios resultan de coaliciones negociadas de sindicatos
campesinos y, en el caso del MAS, urbano populares, que se unen para acceder a representaciones parlamentarias,
con lo que la triada “sindicato-masa-partido”, tan propia de la antigua izquierda, es dejada de lado por una lectura del
“partido” como prolongación parlamentaria del sindicato.
c) Su liderazgo y gran parte de su intelectualidad y plana mayor (en mayor medida en el MIP), son indígenas
aymaras o quechuas y productores directos, con lo que la incursión en la política toma la forma de una
autorrepresentación de clase y étnica simultáneamente.
d) La identidad étnica, integracionista en unos casos o autodeterminativa en otros, es la base discursiva del proyecto
político con el que se enfrentan al Estado e interpelan al resto de la sociedad, incluido el mundo obrero asalariado.
e) Si bien la democracia es un escenario de despliegue de sus reivindicaciones, hay una propuesta de ampliación y
complejización de la democracia a partir del ejercicio de lógicas organizativas no liberales y la postulación de un
proyecto de poder en torno a un tipo de cogobierno de naciones y pueblos.
Lo que resta saber de este despliegue diverso del pensamiento indianista es si será una concepción del mundo que
tome la forma de una concepción dominante de Estado, o si, como parece insinuarse por las debilidades organizativas,
errores políticos y fraccionamientos internos de las colectividades que lo reivindican, será una ideología de unos actores
políticos que sólo regularán los excesos de una soberanía estatal ejercida por los sujetos políticos y clases sociales que
consuetudinariamente han estado en el poder.
Por último, en lo que respecta a la nueva relación entre estos indianismos y el marxismo, a diferencia de lo que sucedía
en décadas anteriores, en las que la existencia de un vigoroso movimiento obrero estaba acompañada de una primaria
pero extendida cultura marxista, hoy, el vigoroso movimiento social y político indígena no tiene como contraparte una
amplia producción intelectual y cultural marxista. El antiguo marxismo de Estado no es significativo no política ni
intelectualmente y el nuevo marxismo crítico, proveniente de una nueva generación intelectual, tiene una influencia
reducida y círculos de producción aún limitados. Con todo, no deja de ser significativo que este movimiento cultural y
político indianista no venga acompañado de una vigorosa intelectualidad letrada indígena e indianista. Si bien el
indianismo actual tiene una creciente intelectualidad práctica en los ámbitos de dirección de sindicatos, comunidades y
federaciones agrarias y vecinales, el movimiento carece de una propia intelectualidad letrada y de horizontes más
estratégicos. El grupo social indígena que podría haber desempeñado ese papel se halla aún adormecido por el impacto
de la cooptación general de cuadros indígenas por el Estado neoliberal en la década de los 90. Y, curiosamente, son
precisamente parte de estos pequeños núcleos de marxistas críticos los que con mayor acuciosidad reflexiva vienen
acompañando, registrando y difundiendo este nuevo ciclo del horizonte indianista, inaugurando así la posibilidad de un
espacio de comunicación y enriquecimiento mutuo entre indianismos y marxismos, que serán, probablemente las
concepciones emancipativas de la sociedad más importantes en Bolivia en el siglo XXI.


http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/secret/cuadernos/garcia/garcia.pdf

¿EXISTE MARGEN PARA LA HIPOCRESÍA Y LA MENTIRA?

Estados Unidos, en su lucha contra la Revolución Cubana, tuvo en el gobierno de Venezuela su mejor aliado: el eximio don Rómulo Betancourt Bello. No lo sabíamos entonces. Había sido electo Presidente el 7 de diciembre de 1958 y, sin asumir todavía el cargo, el 1º de Enero de 1959 triunfó en Cuba la Revolución. Semanas después, tuve el privilegio de ser invitado por el Gobierno provisional de Wolfgang Larrazábal para visitar la Patria de Bolívar, que tan solidaria había sido con Cuba.
Pocas veces en la vida vi más calor de pueblo. Las imágenes fílmicas se conservan. Avancé por la amplia autopista que sustituyó el sendero asfaltado por donde me habían conducido la primera vez que viajé a Venezuela en 1948, de Maiquetía a Caracas, los conductores de vehículos más temerarios que conocí nunca.

Esa vez escuché la rechifla más sonora, prolongada y embarazosa en mi larga vida cuando me atreví a mencionar el nombre del recién electo y no posesionado Presidente. Las masas más radicalizadas de la Caracas heroica y combativa habían votado abrumadoramente contra él.

El “ilustre” Rómulo Betancourt era mencionado con interés en los círculos políticos del Caribe y América Latina.

¿Cómo se explica? Había sido tan radical en su mocedad, que a los 23 años ingresó como miembro del Buró Político del Partido Comunista de Costa Rica, desde 1931 hasta 1935. Eran los tiempos difíciles de la Tercera Internacional. Del marxismo-leninismo aprendió la estructura de clases de la sociedad, la explotación del hombre por el hombre a lo largo de la historia y el desarrollo de la colonización, el capitalismo y el imperialismo en los últimos siglos.

El año 1941, junto a otros líderes de izquierda, fundó en Venezuela el Partido Acción Democrática.

Ejerció la Presidencia provisional de Venezuela desde octubre de 1945 hasta febrero de 1948, en virtud de un golpe de Estado cívico militar. Marcha de nuevo al exilio cuando el ilustre escritor e intelectual venezolano Rómulo Gallegos fue electo Presidente Constitucional y derrocado casi de inmediato.

La maquinaria bien engrasada de su partido lo elige Presidente en las elecciones del 7 de diciembre en 1958, después que las fuerzas revolucionarias venezolanas, bajo la dirección de la Junta Patriótica que presidió Fabricio Ojeda, derrocó la dictadura del general Pérez Jiménez.

Cuando a fines de enero de 1959 hablé en la Plaza del Silencio, donde se reunieron centenares de miles de personas y mencioné por pura cortesía a Betancourt, se produjo la colosal rechifla que conté contra el Presidente electo. Para mí fue una verdadera lección de realismo político. Tuve luego que visitarlo, por ser el Presidente electo de un país amigo. Encontré a un hombre amargado y resentido. Era ya el modelo de gobierno “democrático y representativo” que necesitaba el imperio. Colaboró todo lo que pudo con los yankis antes de la invasión mercenaria de Girón.

Fabricio Ojeda, sincero e inolvidable amigo de la Revolución Cubana, a quien tuve el privilegio de conocer e intercambiar con él ampliamente, después me explicó mucho sobre el proceso político de su Patria y la Venezuela con la cual soñaba. Fue una de las numerosas personas que aquel régimen, totalmente al servicio del imperialismo, asesinó.

Ha transcurrido desde entonces casi medio siglo. Puedo dar testimonio del cinismo excepcional del imperio contra el que nos hemos enfrentado infatigablemente los revolucionarios cubanos, como dignos herederos de Bolívar y Martí.

Durante el tiempo transcurrido, desde los días de Fabricio Ojeda, el mundo ha cambiado considerablemente. El poder militar y tecnológico de ese imperio ha crecido; también su experiencia y su ausencia total de ética. Sus recursos mediáticos son más costosos y menos subordinados a normas morales.

Acusar al líder de la Revolución Bolivariana, Hugo Chávez, de promover la guerra contra el pueblo de Colombia, desatar una carrera armamentista, presentarlo como productor y promotor del tráfico de droga, reprimir la libertad de expresión, violar los derechos humanos y otras imputaciones similares, son acciones repugnantemente cínicas, como todo lo que ha hecho, hace y promueve el imperio. La realidad no puede olvidarse nunca, ni dejar de reiterarse; la verdad objetiva y razonada es el arma más importante con la cual martillar sin descanso en la conciencia de los pueblos.

El gobierno de Estados Unidos, es necesario recordarlo, promovió y apoyó en Venezuela el golpe de Estado fascista del 11 de abril del 2002 y, tras su fracaso, puso todas sus esperanzas en un golpe petrolero, apoyado con programas y recursos técnicos capaces de liquidar cualquier gobierno, subestimando al pueblo y a la dirección revolucionaria de ese país. Desde entonces ha conspirado sin cesar contra el proceso revolucionario venezolano, como ha hecho y lo sigue haciendo contra la Revolución en nuestra Patria durante 50 años. A Venezuela, con los enormes recursos energéticos y otras materias primas que posee, obtenidos a ínfimos precios, y la propiedad transnacional de las grandes instalaciones y servicios, le interesa a Estados Unidos controlarla mucho más que a Cuba.

Aplastada a sangre y fuego la Revolución en Centroamérica, y mediante golpes de Estado sangrientos y represivos los avances democráticos y progresistas en Suramérica, el imperio no podía resignarse a la construcción del socialismo en Venezuela. Se trata de un hecho real, innegable e inocultable para quien posea un mínimo de cultura política en América Latina y el mundo.

Es conveniente recordar que ni siquiera después del golpe de Estado promovido por Estados Unidos, en abril del 2002, el gobierno de Venezuela se armó. El barril de petróleo valía apenas 20 dólares, ya devaluados, desde que en 1971 Nixon suspendió su conversión en oro, casi 30 años antes de que Chávez llegara a la Presidencia. Cuando tomó posesión, el petróleo venezolano no alcanzaba los 10 dólares. Posteriormente, cuando los precios se elevaron, dedicó los recursos del país a programas sociales, planes de inversión y desarrollo, y a la cooperación con numerosas naciones del Caribe y Centroamérica y otras de economías más pobres en Suramérica. Ningún otro país ofreció tan generosa cooperación.

No compró un solo fusil durante los primeros años de su gobierno. Hizo, incluso, algo que ningún otro país habría hecho en condiciones de peligro para su integridad: suspender legalmente la obligación de cada ciudadano honesto y revolucionario de defender con las armas su país.

Pienso más bien que la República Bolivariana tardó bastante en adquirir nuevas armas. Los fusiles de infantería que disponía eran los mismos desde que hace más de 50 años, el Gobierno Provisional del almirante Larrazábal, me obsequió un fusil automático FAL el penúltimo mes de la guerra, en noviembre de 1958. Venezuela siguió disponiendo de ese tipo de armamento de infantería varios años después de la toma de posesión de Chávez.

Fue el Gobierno de Estados Unidos el que decretó el desarme de Venezuela, cuando prohibió el suministro de piezas para todo el equipamiento militar yanki que tradicionalmente había vendido a ese país, desde aviones de combate y transporte militar hasta comunicaciones y radares. Es sumamente hipócrita acusar ahora a Venezuela de armamentismo.

Por el contrario, Estados Unidos suministró miles de millones de dólares en armas, medios de combate, transporte por aire y entrenamiento a las Fuerzas Armadas de la vecina Colombia. El pretexto fue la lucha contra la guerrilla. Puedo dar testimonio de los esfuerzos del presidente Hugo Chávez en la búsqueda de la paz interna en ese hermano país. Los yankis no sólo suministraron armas, sino que inyectaron sentimientos de odio contra Venezuela a las tropas que entrenaban, como hicieron en Honduras a través de la Fuerza de Tarea basificada en Palmerola.

Estados Unidos suministra a las unidades de combate, donde dispone de bases militares, el mismo uniforme y equipamiento que a las tropas intervencionistas de su país en cualquier lugar del mundo. No necesitan soldados propios, como en Iraq, Afganistán o el norte de Pakistán, para planear actos de genocidio contra nuestros pueblos.

La extrema derecha imperialista, que controla los resortes fundamentales del poder, emplea mentiras descaradas para disfrazar sus planes.

La abogada y analista venezolano-estadounidense Eva Golinger, demuestra cómo los argumentos estratégicos empleados en el mensaje enviado en mayo del 2009 al Congreso de Estados Unidos para justificar una inversión en la base de Palanquero, son alterados totalmente en el acuerdo por el que Estados Unidos recibe esa misma base junto a otras numerosas instalaciones civiles y militares. El documento enviado al Congreso el 16 de noviembre, titulado: “Addendum para reflejar los términos del Acuerdo de Cooperación en Defensa entre Estados Unidos y Colombia, firmado el 30 de octubre de 2009, es completamente alterado”, explica la analista. “No se habla ya de la ‘misión de movilidad’ que ‘garantiza el acceso a todo el continente de Suramérica, con la excepción de Cabo de Hornos’. También han cambiado toda referencia a operaciones de ‘alcance global’, ‘teatros de seguridad’ y aumento de la capacidad de las Fuerzas Armadas estadounidenses para realizar una ‘guerra de forma expedita’ en la región”, escribe la aguda y bien informada analista.

Es obvio, por otra parte, que el Presidente de la República Bolivariana está batallando arduamente por superar los obstáculos que Estados Unidos ha creado a los países latinoamericanos, entre ellos, la violencia social y el tráfico de drogas. La sociedad norteamericana no fue capaz de evitar el consumo y el tráfico de las mismas. Sus consecuencias afectan hoy a muchos países del área.

La violencia ha sido uno de los productos más exportados por la sociedad capitalista de Estados Unidos a lo largo del último medio siglo, a través del empleo creciente de los medios masivos de comunicación y la llamada industria de la recreación. Son fenómenos nuevos que la sociedad humana no había conocido antes. Tales medios podrían ser utilizados para crear nuevos valores en una sociedad más humana y justa.

El capitalismo desarrollado creó las llamadas sociedades de consumo y con ello engendró problemas que hoy no es capaz de controlar.

Venezuela es el país que más rápidamente está llevando a cabo los programas sociales que pueden contrarrestar esas tendencias sumamente negativas. Los colosales éxitos alcanzados en los últimos Juegos Deportivos Bolivarianos lo están demostrando.

En la reunión de UNASUR, el Canciller de la República Bolivariana, planteó con gran claridad el problema de la paz en el área. ¿Cuál es la posición de cada país ante la instalación de bases yankis en el territorio de Suramérica? No solo constituye una obligación de cada Estado, sino también una obligación moral de cada hombre o mujer consciente y honesta de nuestro hemisferio y del mundo. El imperio debe saber que en cualquier circunstancia los latinoamericanos lucharán sin descanso por sus derechos más sagrados.

Existen problemas todavía más graves e inmediatos para todos los pueblos del mundo: el cambio climático; tal vez el peor y más urgente en este instante.

Antes del 18 de diciembre, cada Estado deberá adoptar una decisión. De nuevo el ilustre Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, deberá definir su posición sobre el espinoso asunto.

Ya que aceptó la responsabilidad de recibir el Premio, tendrá que cumplir la demanda ética de Michael Moore cuando conoció la noticia: “¡ahora gáneselo!”. ¿Es que acaso puede?, me pregunto. Cuando la exigencia unánime de los círculos científicos es que las emisiones de dióxido de carbono deben ser reducidas en no menos del 30% con relación a su nivel de 1990, Estados Unidos ofrece solo reducir el 17% de lo que emitía en el 2005, lo que apenas equivale al 5% del mínimo que exige la ciencia a todos los habitantes del planeta para el 2020. Estados Unidos consume el doble por habitante que Europa, y supera las emisiones de China, a pesar de los 1 338 millones de ciudadanos con que cuenta este país. Un habitante de la sociedad más consumista emite decenas de veces más CO2 per cápita que el ciudadano de un país pobre del Tercer Mundo.

En solo 30 años adicionales, no menos de nueve mil millones de seres humanos que poblarán el planeta requieren que la cifra de dióxido de carbono que se emita a la atmósfera sea reducida a no menos del 80% de lo que se emitía en 1990. Tales cifras se comprenden con amargura por un número creciente de líderes de países ricos; pero la jerarquía que dirige al país más poderoso y rico del planeta, Estados Unidos, se consuela a sí misma afirmando que tales pronósticos son invenciones de la ciencia. Se sabe que en Copenhague, a lo sumo, se aprobará seguir discutiendo para poner de acuerdo a más de 200 Estados e instituciones que deben dirimir los compromisos, entre ellos, uno importantísimo: quiénes y con cuántos recursos contribuirán los países ricos al desarrollo y el ahorro energético de los más pobres. ¿Acaso existe margen para la hipocresía y la mentira?



Fidel Castro Ruz

Noviembre 29 de 2009

http://www.cubadebate.cu/reflexiones-fidel/2009/11/30/existe-margen-para-la-hipocresia-y-la-mentira/