martes, 12 de enero de 2010

VIOLENCIA HACIA LA MUJER: PARTE INHERENTE DEL SISTEMA PATRIARCAL Y CAPITALISTA


La violencia hacia las mujeres es estructural, es una propiedad inherente de los sistemas patriarcal y capitalista, y es usada como una herramienta de control de la vida, cuerpo y sexualidad de las mujeres por hombres, grupos de hombres, instituciones patriarcales y Estados. A pesar de que afecta a las mujeres como grupo social, cada violencia tiene un contexto específico y tenemos que comprender cómo, cuándo y por qué ocurre la violencia hacia las mujeres.

La idea general sobre la violencia hacia las mujeres es que se trata de una situación extrema o localizada, involucrando a personas individuales. Pero ella nos toca a todas, pues todas ya tuvimos miedo, cambiamos nuestro comportamiento, limitamos nuestras opciones por la amenaza de la violencia. Otra idea es que la violencia hacia las mujeres es sólo un problema de las clases bajas y de las culturas "bárbaras". Sin embargo, también sabemos que ese tipo de violencia es transversal y que atraviesa todas las clases sociales y diferentes culturas, religiones y situaciones geopolíticas.

A pesar de ser más común en la esfera privada -como violencia doméstica, sea ésta sexual, física, psicológica o abuso sexual- la violencia hacia las mujeres y niñas ocurre también en la esfera pública, que incluye (pero no se limita a): feminicidio, acoso sexual y físico en el lugar de trabajo, diferentes formas de violación, mercantilización del cuerpo de las mujeres, tráfico de mujeres y niñas, prostitución, pornografía, esclavitud, esterilización forzada, lesbofobia, negación del aborto seguro y de las opciones reproductivas y autodeterminación , etc. El silencio, la discriminación, la impunidad, la dependencia de las mujeres en relación a los hombres y las justificaciones teóricas y psicológicas toleran y agravan la violencia hacia las mujeres.

La violencia, la amenaza o el miedo a la violencia, son utilizados para excluir a las mujeres del espacio público. Las mujeres pagan con sus vidas por trabajar en la esfera pública en lugar de quedarse en casa como lo dictamina la cultura patriarcal, por ir a la escuela o a la universidad, por "atreverse" a vivir su sexualidad abiertamente, por prostituirse a ellas mismas por falta de opciones. En un contexto de criminalización de los movimientos sociales, la represión contra mujeres activistas involucradas con la lucha muchas veces toma la forma de violencia sexual. Además, la discriminación contra las mujeres se compone por la intersección de diferentes formas de opresión: ellas son discriminadas por ser mujeres, pero también por su color de piel, lengua, raza, etnia, clase social (y situación financiera), religión, sexualidad...

La raíz de la violencia hacia las mujeres está en el sistema patriarcal y el capitalismo, que imponen una necesidad de control, apropiación y explotación del cuerpo, vida y sexualidad de las mujeres. El patriarcado funciona a través de dos principios: la noción que las mujeres son propiedad de los hombres (y por eso las mujeres estarían al servicio de los hombres y no podrían decirles que no nunca) y la división de las mujeres en dos categorías: "santas" y "putas". Como parte de ese sistema, la violencia es la punición para aquellas que no se encuadran en el papel de la "santa" buena madre y esposa. Por ejemplo, es común que los hombres justifiquen que agredieron, verbal o físicamente, a sus esposas porque la comida no estaba lista o porque la ropa que querían ponerse no estaba limpia. También es un castigo para aquellas que son consideradas "putas" y los agresores y la sociedad justifican la agresión diciendo que la mujer estaba caminando sola de noche, o porque son lesbianas y se les debe enseñar a ser heterosexuales, o porque la ropa que la mujer usaba no era decente.

Como parte de la cultura patriarcal, la masculinidad está asociada a la agresividad, y a los jóvenes se les enseña que ser violentos (y no mostrar emociones) es ser un "verdadero hombre", empujándolos -en algunos casos- a unirse a bandas sexistas o racistas. Nuevas formas de violencia con respecto a jóvenes mujeres, como asedio sexual hacia las estudiantes y violencia de grupos en las escuelas, se revelan y crecen cada día. Las mismas instauran relaciones y divisiones sexistas de papeles entre jóvenes mujeres y hombres sin que haya cualquier discusión pública sobre esos estereotipos devastadores. La noción impuesta por el patriarcado de que las mujeres son la propiedad de los hombres incluye también un aspecto económico que se expresa en la unión entre el patriarcado y el capitalismo, imponiendo una división sexual del trabajo con roles "naturales" para mujeres y hombres. De esta forma, las mujeres son caracterizadas como mano de obra muy barata siempre disponible para el cuidado de los otros y para todo el trabajo que esto implica. Así, asistimos a dos niveles de dominación de las mujeres dentro de los sistemas patriarcal y capitalista: por un lado, hay una explotación del trabajo de las mujeres y, por otro, la violencia como herramienta para mantener la dominación del hombre. Y, por lo tanto, no podemos hablar en la erradicación de la violencia hacia las mujeres sin demandar la erradicación de los sistemas patriarcal, capitalista y colonialista.

La violencia contra las mujeres y la misoginia son intensificadas en la medida en que los actores y políticas de la globalización neoliberal se afianzan en la economía. El feminicidio[1] aumenta cuando se promueven y firman acuerdos de libre comercio en las Américas (como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte - NAFTA en inglés, bajo el cual los lugares de trabajo, como las fábricas, aprovechan de la flexibilidad de las leyes laborales y ambientales): un gran número de mujeres mexicanas son asesinadas, por ejemplo, cuando cruzan la frontera con los Estados Unidos y en la propia ciudad fronteriza de Ciudad Juárez. El ataque a los derechos reproductivos y a los servicios de salud ha ido en aumento a medida que los servicios sociales se han ido privatizando o se les ha recortado el presupuesto. Cada vez más, son traficadas mujeres cada vez más jóvenes, a medida que se globaliza la industria sexual. Las mujeres son violadas en guerras desatadas en nombre de la "propagación de la libertad" y en las invasiones realizadas por potencias extranjeras (como la invasión americana a Afganistán) que se "justifican" en nombre de la defensa de los derechos de las mujeres.

¿Cómo podemos luchar contra la violencia hacia las mujeres?

En muchos países ya hay leyes y convenciones internacionales como la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra las Mujeres (CEDAW en inglés) que "protegen" a las mujeres, pero no son suficientes, porque muchas veces ni siquiera son aplicadas en la práctica. Aún más, estas leyes y convenciones ponen el foco de la violencia en las mujeres, como si fuera nuestro problema, con el cual tenemos que lidiar, cuando -por el contrario, y como hemos visto anteriormente- necesitamos cuestionar el papel de los hombres en la violencia y denunciar el hecho de que la violencia es estructural.

Sabemos que las medidas punitivas son necesarias, pero insuficientes para erradicar la violencia; en aquellos países donde existen es difícil que lleguen a las mujeres que no pertenecen a la categoría clase media, urbana y blanca. Tenemos que exigir que nuestros Estados se hagan responsables, demandar políticas públicas para las sobrevivientes de violencias, para las mujeres y niños traficados, para los grupos minoritarios (mujeres de color, de determinada religión, etc.), para las mujeres rurales, migrantes e indígenas. Pero además, son necesarias acciones que busquen prevenir y que cohíban los actos de violencia antes de que ocurran.

Tenemos también que discutir el rol de los gobiernos y del Estado. Hoy día el Estado es simultáneamente protector y opresor, a la vez portador del interés general y defensor de los privilegios, y patriarcal y violento (contra las mujeres, pueblos indígenas, migrantes, personas de color[2]). Incluso la policía que hace cumplir muchas de las políticas que demandamos, a su vez es la misma que perpetra la violencia hacia las mujeres, reprime a los movimientos sociales y es parcial en términos sociales y raciales. Reconocemos la contradicción inherente de esta situación, pues el hecho es que, para muchas mujeres, contar con el Estado, que representa un poder exterior y superior, es la única forma que tienen para defenderse contra la violencia en sus comunidades y familias.

Por el contrario, el Estado que nosotras demandamos es aquel que promueva las libertades y derechos para todas y todos, que intervenga en la economía y que esté estructurado con formas diversificadas de democracia participativa y control ciudadano.

Las mujeres siempre han resistido, y siguen resistiendo, en el ámbito individual y colectivo. Siempre que una mujer actúa de esa forma, al desafiar o denunciar la violencia contra ella misma o mujeres de su comunidad, está rompiendo con el paradigma dominante. Necesitamos apoyar su resistencia al condenar y denunciar a los hombres que cometen violencia contra las mujeres, y confrontar públicamente a los hombres y a la sociedad sobre el tema de la violencia hacia las mujeres. También debemos denunciar la complicidad de hombres, Estados e instituciones tales como las fuerzas armadas y religiones. Necesitamos movilizar a la sociedad civil, pensar estratégicamente y promover acciones radicales para la prevención y denuncia de la violencia masculina contra las mujeres. En ese proceso, las mujeres del sector no lucrativo -que brindan servicios que son esenciales para el empoderamiento y atención de las mujeres- y movimientos locales fuertes -donde las mujeres de las comunidades son protagonistas- juegan un papel decisivo.

Nosotras de la Marcha Mundial de las Mujeres queremos generar un debate y una acción política amplia que promueva cambios en nuestras culturas patriarcales y se anticipe a la realización de la violencia, siendo verdaderamente preventiva. Ya se conoce la extensión y la intensidad de la violencia, entonces, no es necesario esperar que exista más una denuncia, sino tener ese tema en la agenda de los grupos de mujeres, en las organizaciones mixtas, en las radios comunitarias, en los periódicos y medios de comunicación de los movimientos. Para eso, creemos que el movimiento feminista debe construir una fuerte y amplia auto-organización de las mujeres luchando por la autonomía (económica, sexual, reproductiva, personal, etc.) y la autodeterminación.

Los grupos de mujeres se fortalecen a través de encuentros de diálogo, debates, manifestaciones, trabajos corporales de auto-defensa. El objetivo no es ubicar a la violencia sexista como un problema de algunas mujeres, sino fortalecernos a todas, aprendiendo y reaprendiendo a resistir, a construir y reconstruir nuestras vidas sin violencia.

Valorizamos como un paso importante en esta lucha el hecho de que movimientos sociales mixtos -que sean urbanos o rurales- se dispongan a enfrentar a la violencia contra las mujeres. Para este fin, declaramos nuestra solidaridad con la Vía Campesina en su "Campaña Mundial por el fin de la Violencia contra las Mujeres" que fue lanzada en su 5ta Conferencia Internacional realizada en Mozambique en octubre de 2008. Reconocemos la importancia de que tanto mujeres y hombres se ocupen de responsabilizar a los hombres por la violencia contra las mujeres.

Frente a la violencia hacia las mujeres, demandamos:

- La adopción de medidas que indiquen el compromiso de los diversos actores para reconocer a las mujeres como individuos y ciudadanas de pleno derecho desde la infancia. Por ejemplo: la utilización de lenguaje inclusivo en materiales didácticos, la promoción de una educación no-sexista que rompa con la división sexual e jerárquica de roles entre niños y niñas, campañas de concienciación popular y la garantía de espacios de participación política;

- El apoyo con recursos a los movimientos de mujeres y grupos de mujeres sin fines de lucro, que están al frente en el soporte de las que se recuperan de discriminaciones, abusos y violencias;

- La atribución de responsabilidad a los medios comerciales como portavoces de los sistemas patriarcal y capitalista por la continua mala representación, apropiación y abuso del cuerpo femenino;

- La prevención de la violencia hacia las mujeres y niñas por medio de actividades de sensibilización, explicitando cómo ocurre la violencia, cuáles son sus causas, y cómo se manifiesta, así como por medio del estimulo a la auto organización de las mujeres;

- La condenación del uso sistemático del cuerpo de las mujeres como arma de guerra en conflictos armados, así como el rechazo que ellas enfrentan (y los niños nacidos producto de violaciones) de parte de sus familias y comunidades, siendo culpadas por la violencia que han sufrido;

- La punición de los perpetradores de la violencia - sea en la esfera privada, sea en la esfera pública - hacia las mujeres.

Y nos comprometimos a:

§ Denunciar las distintas expresiones de la violencia patriarcal hacia las mujeres en los diversos países, como (pero no limitado a), el feminicidio, las mutilaciones genitales, el levirat - sororat[3], ‘crímenes de honor", turismo sexual, tráfico de mujeres y niñas, esterilización forzada y las situaciones de violencia vividas por las mujeres comprometidas con las luchas, las mujeres encarceladas, las lesbianas y las mujeres con discapacidades;

§ Trabajar para transferir hacia los hombres perpetradores de la violencia el estigma que actualmente recae sobre las mujeres víctimas;

§ Denunciar la mercantilización del cuerpo de las mujeres y continuar el debate sobre la prostitución, especialmente por ocasión de la Copa Mundial de Fútbol en 2010;

§ Dar visibilidad a todas las formas de resistencia de las mujeres a la violencia sexista, sobre todo en ámbito colectivo, y de esta forma romper la cultura del silencio en nuestras comunidades que rodean a esta violencia;

§ Combatir la violencia a través de acciones de sensibilización junto a movimientos sociales aliados, y campañas de educación popular que favorezcan la concienciación feminista;

§ Hacer visibles los vínculos entre las políticas patriarcales que perpetúan la violencia contra las mujeres (tales como la impunidad para los agresores, la negación de la autodeterminación reproductiva, criminalización de mujeres activistas, prohibición del aborto, etc.) y actores y políticas neoliberales. Llamar la atención sobre el feminicidio, por ejemplo, y sus vínculos con los acuerdos de libre comercio;

§ Trabajar en alianza con movimientos sociales mixtos (en los cuales hombres y mujeres participan) para garantizar la construcción de un ambiente en el cual la violencia contra las mujeres no sea aceptable (y de espacios físicos libres de violencia) como principio rector de estos movimientos.

[*Texto referente al campo de acción "Violencia hacia las mujeres", de subsidio a la preparación de la Tercera Acción Internacional de la Marcha Mundial de las Mujeres. Los textos de todos los campos de acción están disponibles en castellano, inglés y francés en el sitio de la MMM: http://www.marchemondiale.org]

Notas:

[1] El misógino y excepcionalmente brutal genocidio de mujeres, muchas veces acompañado por violencia sexual extrema e impunidad para sus agresores.
[2] Por ejemplo, en 2007, la tasa de encarcelamiento en prisiones estaduales o federales en EEUU, de hombres blancos fue de 773 sobre 100,000, de hombres negros 4,618 sobre 100,000, de hombres hispanos 1,747 sobre 100,000. La tasa de mujeres blancas es 95 sobre 100,000, de mujeres negras 348 sobre 100,000, de mujeres hispanas 146 sobre 100,000 (Sabol, William J., Couture, Heather, Bureau of Justice Statistics, Prison Inmates at Midyear 2007, Washington, DC: US Department of Justice, 2008).
[3] Casamiento forzado de una viuda con el cuñado o de un viudo con la hermana de su difunta esposa.

EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

LA LUCHA POR LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA


RUY MAURO MARINI
Economista brasileño (1932-1997). Profesor de las universidades de Brasilia; de Concepción, en Chile, y de la Nacional
Autónoma de México. Autor, entre otras muchas obras, de: Subdesarrollo y Revolución (1969); Dialéctica de la
dependencia (1973); El reformismo y la contrarrevolución: estudios sobre Chile (1976); Análisis de los mecanismos de
protección al salario en la esfera de la producción (1983); América Latina: dependência e integração (1993).
Nunca como hoy la cuestión de la democracia ocupó lugar tan destacado en las luchas políticas y sociales de
América Latina y en la reflexión que sobre ellas se ejerce. Ello se debe, sin duda, a la dura experiencia del periodo de
autoritarismo y represión del que la región apenas comienza a salir. Pero se debe también a que, tal como se presenta
entre nosotros, la idea de democracia involucra contenidos, se anexa conceptos y apunta a significados que trascienden
su definición corriente.
Está, primero, la soberanía. En América Latina, hablar de democracia implica, como supuesto necesario, plantear el
tema de su capacidad para autodeterminarse, es decir, de fijarse sus metas en libertad, atendiendo primariamente a las
exigencias de sus pueblos. Es, pues, evocar el tema de la dependencia en que se encuentra la región en el plano del
capitalismo internacional, y conduce, por ello mismo, a entender la lucha por la democracia en tanto que lucha de
liberación nacional.
Viene, después, la justicia social. Porque, en América Latina, el concepto de democracia está expresado hoy, en la
conciencia de los pueblos y en el discurso de sus dirigentes, la atención a las necesidades más urgentes, la superación
de las condiciones de superexplotación y miseria en que viven los trabajadores, la edificación de una sociedad que, al
basarse en el respeto a la voluntad de la mayoría haga de los intereses de ésta el criterio prioritario de acción. En esta
perspectiva, la lucha por la democracia es la lucha contra la dominación y explotación de los muchos por unos cuantos,
es la lucha por un orden social tendiente a la justicia y a la igualdad, es en suma —allí donde se vuelve más definida— la
lucha por el socialismo, importando poco los calificativos que a él se adhieran o los plazos que se establezcan para su
consecución.
Al examinar, pues, el movimiento y las tendencias de los procesos de democratización que están en curso en
América Latina, me veo obligado a considerar esos elementos referenciales y a moverme en un marco que, a primera
vista, parece exceder con mucho el tema de este trabajo. Ello se compensa por el hecho de que me enfrento a una
limitación ineludible: al tomar como objeto de análisis a América Latina, renuncio necesariamente a captar toda la riqueza
y singularidad de los distintos procesos nacionales, que sólo de manera parcial son reductibles a un esquema global de
interpretación y que, en casos extremos, escapan totalmente a él. Es por esto que las luchas democráticas que se libran
en los países de Centroamérica caben mucho menos aquí que los que se desarrollan en el Cono Sur, y que la
democracia revolucionaria nicaragüense queda totalmente fuera de mis preocupaciones.
Una advertencia final: al emplear términos como democratización o redemocratización, no estoy haciendo ningún
juicio de valor sobre lo que ocurre en la región y ni de lejos pretendo que estén encaminados a hacer realidad la idea de
democracia a que me he referido. Aludo simplemente al cambio de gobiernos militares por gobiernos civiles y a la puesta
en marcha de mecanismos destinados a crear o restablecer instituciones estatales representativas.
EL IMPERIALISMO Y LA RECONVERSIÓN
La redemocratización latinoamericana se enmarca en la ofensiva desatada por Estados Unidos para, a la vez que
enfrenta la crisis internacional, reestructurar en provecho propio la economía capitalista mundial. Guardadas las
* Fuente: Ruy Mauro Marini, “La lucha por la democracia en América Latina”, en Cuadernos Políticos, Nº 44, Ediciones Era, México,
julio-diciembre de 1985, pp. 3-11. Ponencia presentada en el seminario "Democracia y paz en América Latina", promovido por el
Sistema Universitario Mundial, México, 11-12 de noviembre de 1985. Más información sobre Ruy Mauro Marini disponible en:
http://www.marini-escritos.unam.mx/
proporciones y respetadas las diferencias, la situación tiene puntos en común con la que se presentó tras el fin de la
segunda guerra mundial. En aquel entonces, como potencia hegemónica y siguiendo el ejemplo de lo que hiciera Gran
Bretaña en el siglo XIX, Estados Unidos pudo imponer al mundo el liberalismo económico, creando las instituciones
encargadas de garantizar su aplicación. El dinamismo y el poder que ostenta la más significativa de esas instituciones —
el Fondo Monetario Internacional— son una prueba de cómo la economía norteamericana, ante nuevos males, recurre a
viejos remedios.
Hoy, como ayer, Estados Unidos está interesado en restablecer las bases de una división internacional del trabajo
que permita la circulación plena de mercancías y capitales. La presión que ejerce sobre los países de América Latina va,
pues, en el sentido de fomentar sus exportaciones, lo que implica en mayor o menor grado una reconversión productiva
que no sólo respete el principio de la especialización según las ventajas comparativas, sino que abra mayor espacio al
libre juego del capital, reduciendo la capacidad intervencionista del Estado. En la perspectiva de ese proyecto neoliberal,
comienza a diseñarse el futuro que el capitalismo internacional reserva a la región: una América Latina integrada aún
más estrechamente a la economía mundial, mediante su transformación en economía exportadora de nuevo tipo, es
decir, una economía que, al lado de la explotación más intensiva de sus riquezas naturales, refuncionalice su industria
para volverla competitiva en el mercado exterior.
Para todos los países, esto implica la destrucción de parte de su capital social; sobre todo en la industria, pues sólo
ramas con ventajas comparativas reales o que absorban alta tecnología y grandes masas de inversión aparecen como
viables en esa nueva división del trabajo. Se comprende así que la destrucción sea más drástica en países como Chile,
Uruguay y aun Argentina que en Brasil o México (aunque este último, por la cercanía a Estados Unidos, se vea
amenazado de una casi anexión). La reconversión implica también la redistribución del capital social en favor de los
grandes grupos industriales y financieros, redistribución que se extiende a aquella porción hoy en manos del Estado, por
lo que no sorprende que el FMI plantee como cuestión prioritaria la reducción del déficit público, uno de los instrumentos
más efectivos a ese efecto. Para las masas, el precio de la reconversión es la agravación de la superexplotación del
trabajo y la generalización del desempleo, cualquiera que sea su forma, como resultado de la destrucción de parte del
capital social aunada a la rápida elevación de los niveles tecnológicos actuales.
La imposición de un proyecto de esta naturaleza no pudo hacerse fácilmente a través de las dictaduras militares que
Estados Unidos contribuyó a crear en América Latina, a partir de la década de los sesenta. En la medida en que supone
el achicamiento del Estado, por la reducción de su base económica y la limitación de sus funciones, dicho proyecto
contraría los intereses de las Fuerzas Armadas, cuya condición material de existencia es el aparato estatal mismo. Pero
hay otras razones. Una vez constituidas, las dictaduras militares formularon proyectos nacionales que, si no amenazaban
el esquema de seguridad internacional de Estados Unidos, creaban constantes conflictos en su seno, ya sea por su
nacionalismo exacerbado, que provocó más de una amenaza de conflicto en la región y acabó por generar un
acontecimiento como la guerra de las Malvinas, ya sea por la pretensión de los gobiernos castrenses de lograr acceso a
cierta autonomía en el plano internacional, como se vio sobre todo en el caso de Brasil. Más grave aún, las Fuerzas
Armadas se mostraron incapaces de construir regímenes políticos estables, lo que constituía al fin y al cabo la misión
prioritaria que les había asignado Estados Unidos.
Todo ello llevó a que el imperialismo norteamericano decidiera propiciar cambios institucionales que pudieran
aplicarse sin poner en riesgo los sistemas de dominación vigentes, al tiempo que utilizaba nuevos instrumentos de
presión para imponer su proyecto de reconversión económica. La imposición de los intereses de Estados Unidos a
América Latina abandonó gradualmente los medios de acción político-militares —la Casa Blanca, el Pentágono, el
Departamento de Estado— para ejercerse más activamente a través de canales como el Departamento de Comercio, los
grupos privados y, naturalmente, el FMI. Esa tendencia se vuelve dominante a partir de 1980, cuando Ronald Reagan
llega al poder y se afirma definitivamente tras la bancarrota mexicana y brasileña de 1982.
Cabe señalar que el cambio de la política exterior norteamericana hacia América Latina no implicó el abandono de la
doctrina de la contrainsurgencia, en que aquélla se funda, como tampoco de la atención que concede a las Fuerzas
Armadas. Se trata de un cambio de énfasis, que opera diferencialmente según la zona o la situación específica de cada
país. Así es como, para Centroamérica la redemocratización se articula con la militarización, cual puede apreciarse en El
Salvador, Honduras, Guatemala, Panamá y aun Costa Rica, mientras que en el Cono Sur el apoyo a los procesos de
democratización excluye a Paraguay y no se extiende todavía a Chile.
Como quiera que sea, el sometimiento de los gobiernos de la región al proyecto económico norteamericano se
encuentra todavía en proceso y se realiza en medio de resistencias y conflictos. Son muchos los intereses contrariados,
global o parcialmente, por la reconversión, hecho que, por sí solo, hubiera exigido ya, en los países en cuestión, la
apertura de espacios de lucha, es decir, procesos de redemocratización. Tanto más que la reconversión abrió brechas en
el bloque burgués-militar, constituido a partir de los años sesenta, al tiempo que incentivó el ascenso de los movimientos
populares. La suerte de la redemocratización actualmente en curso depende en una amplia medida del desenlace de
esas contradicciones y enfrentamientos.
LA CUESTIÓN DEL CUARTO PODER
En esta perspectiva, conviene examinar la situación de las Fuerzas Armadas. El rechazo que provocaron por parte de
la sociedad, debido a su desempeño en la dirección del Estado, las llevó a renunciar al ejercicio directo del poder, pero
no parece haberlas conmovido en su motivación ideológica y política más profunda; tampoco ha mellado
significativamente su unidad interna. Aunque visibles hasta cierto punto, las posiciones diversas que en ellas se observan
no han conducido a la configuración de luchas faccionales abiertas, que más bien han tendido a resolverse en
convivencias y complicidades.
Esto, que contribuyó de manera decisiva a que la transición a gobiernos civiles se hiciera de manera pacífica, difiere
considerablemente del patrón de conflicto interno en las Fuerzas Armadas que prevalecía antes de los regímenes
dictatoriales y se debe, en parte, a la responsabilidad institucional que les cabe en los hechos creados entonces, desde
la política económica antipopular hasta el uso de la violencia. Pero el comportamiento relativamente monolítico de los
militares, en la actual coyuntura, tiene una causa de carácter más estructural: su reforzamiento ideológico, a partir de la
adopción de la doctrina norteamericana de la contrainsurgencia en los años sesenta. Tal doctrina les permitió fundar
sobre bases más sólidas su concepción de las instituciones armadas como garante fundamental de los intereses del
Estado (identificados como seguridad nacional), y llamadas por ello a ejercer un papel no sólo tutelar, sino también
conductor respecto a la sociedad.
Sin embargo, la ideología y la doctrina de las Fuerzas Armadas no se encuentran hoy exactamente en el mismo pie
que en la década de los sesenta. Esto se debe, en cierta medida, al cuestionamiento a que la doctrina de la
contrainsurgencia fue sometida por la propia élite militar y civil de Estados Unidos, tras la derrota de Vietnam, y a las
reformulaciones que esta élite llevó a cabo, particularmente después del ascenso de James Carter a la presidencia. La
consecuencia de ello fue cierta desazón en las Fuerzas Armadas latinoamericanas y un aliento inesperado a los
movimientos democráticos que surgían en la región, los cuales alcanzan entonces sus primeros triunfos. Pero fue la
guerra de las Malvinas lo que llevó ese proceso a su punto crítico, precipitando la evolución del pensamiento militar
latinoamericano hacia nuevas elaboraciones.
La doctrina de la contrainsurgencia suponía una cierta concepción de la correlación de fuerzas y de los intereses en
presencia en el plano internacional, de la que derivaba la idea del papel auxiliar de las Fuerzas Armadas de América
Latina en el esquema del poder del imperialismo y, en contrapartida, la acentuación de su vocación de policía, es decir,
de guardianes del orden interno. El conflicto entre países que integraban el mismo campo de fuerzas y el alineamiento de
Estados Unidos contra América Latina, en la guerra de las Malvinas, fueron hechos que, aunados a la posición asumida
por soviéticos y cubanos, dieron al traste con el concepto de seguridad hemisférica y cuestionaron la idea de la división
del mundo en dos bloques. Ello significó poner en duda el supuesto geopolítico más general en que se basaba la
doctrina de la seguridad nacional, subproducto latinoamericano de la contrainsurgencia.
En estas condiciones, era inevitable que las Fuerzas Armadas apuraran la reformulación ideológica en que se
encontraban ya empeñadas, tanto más que —después de los encontrones del periodo de Carter— la política
internacional de Estados Unidos acentuaba, con Reagan, su nacionalismo y tendía a plantear la reconquista plena de su
hegemonía, sin miramientos para con sus supuestos socios. El ascenso del movimiento democrático en América Latina y
la adhesión que empezó a recibir de sectores burgueses hicieron aún más urgente esa reformulación.
Desde 1982, comienza a observarse una reorientación del pensamiento militar latinoamericano, en dos direcciones:
poner de nuevo en el centro de las preocupaciones de las Fuerzas Armadas su capacidad de respuesta ante eventuales
agresiones externas y pensar esa capacidad como parte de una acción más amplia que, trascendiendo a los militares,
involucrara al resto de la sociedad. Así se revertía el orden de prioridades hasta entonces adoptado.
El cambio de los años ochenta no implicó la renuncia a la doctrina de la seguridad nacional, aunque modificó el
ordenamiento y el énfasis de los elementos que la componen, al tiempo que alteró la forma como los militares conciben
su relación con la sociedad civil. Esto hizo incluso que la doctrina fuera más aceptable para las Fuerzas Armadas de
países que, insertos en contextos institucionales relativamente estables, habían asimilado más lentamente y con muchas
resistencias internas los planteamientos doctrinarios de los años sesenta. Cabe mencionar, en particular, a Venezuela y
México, en especial el último, que tiene una historia marcada por conflictos a veces agudos con Estados Unidos y que
alimenta gran desconfianza en cuanto a los objetivos estadounidenses en Centroamérica. No es sino después de la
guerra de las Malvinas que los jefes militares mexicanos empiezan a asumir como suya la doctrina de seguridad
nacional, ligándola explícitamente a la defensa de la riqueza petrolera del país, fenómeno que se acentúa en la Armada,
debido a que parte sustancial de esa riqueza está en la plataforma submarina.
En el Cono Sur, sobre todo en Brasil, cuna de esa doctrina, el viraje ideológico de los militares les permitió ponerse a
tono con el ascenso del movimiento democrático. Pero les planteó también un problema: el de cómo hacerse un lugar
adecuado en el esquema institucional y político que remplazaría a las dictaduras. En realidad, esa cuestión se configura
desde los años setenta, al iniciarse las luchas democráticas y al producirse los primeros enfrentamientos con Estados
Unidos. Comenzó a gestarse entonces una estrategia que trataría de aplicarse plenamente en los años ochenta, en el
momento en que el doble movimiento de la ideología militar del fortalecimiento del frente democrático exigió una solución
inmediata.
Es necesario señalar que, pese al carácter tenso y hasta conflictivo que marcó las relaciones entre las dictaduras
latinoamericanas y Estados Unidos, bajo Carter, el gobierno norteamericano no sólo propició esa estrategia sino que le
proporcionó elementos de elaboración. El nuevo equipo de intelectuales, encabezado por Brzesinski, que ocupó los
puestos de asesoría y mando en Washington tenía como misión restablecer el prestigio internacional del país,
fuertemente sacudido por la derrota de Vietnam, por los conflictos con sus aliados europeos y por el avance de los
movimientos revolucionarios en Asia, Africa y Medio Oriente. Admitiendo que Estados Unidos se hallaba a la defensiva,
ese equipo planteó la conveniencia de promover un cambio de imagen en la política exterior, restableciendo en ella la
retórica de los valores democráticos y de los derechos humanos. Con ello, el gobierno abandonó el fomento a los golpes
militares y el apoyo abierto a las dictaduras. Pero no modificó su preocupación en cuanto al imperativo de contar con
regímenes estables y confiables en los países de su área de influencia y de ahí provino precisamente el reproche
principal a los militares latinoamericanos, que se mostraban incapaces de asegurar esa estabilidad y confiabilidad.
La preocupación norteamericana —que, por lo demás, trascendía a América Latina para extenderse a los mismos
países avanzados— se traducía en la búsqueda de principios y mecanismos que proporcionaran gobernabilidad a las
democracias, según la fórmula de uno de los ideólogos en boga, Samuel Huntington. En la versión que le dio el
Departamento de Estado, el concepto de "democracia gobernable" dio lugar a la consigna de "democracia viable",
entendida como un régimen de corte democrático-representativo tutelado por las Fuerzas Armadas. Observemos que
ese modelo no constituía una verdadera ruptura con la doctrina de la contrainsurgencia, la cual establecía que, tras las
fases de aniquilamiento del enemigo interno y de reconquista de bases sociales por las Fuerzas Armadas, debería
seguirse una tercera fase, destinada a la reconstrucción democrática.
La elaboración ideológica norteamericana venía al encuentro de la que realizaban los militares latinoamericanos, en
su esfuerzo por adaptarse a los nuevos tiempos. En Brasil, particularmente, donde se iniciara, desde 1974, una
distensión dentro del régimen, sus ideólogos militares y civiles recurrían a una tradición del país, que concedía
históricamente a las Fuerzas Armadas atribuciones de afianzamiento, supervisión y control en relación a los poderes del
Estado. En esa línea, se apelaba a la constitución política del periodo monárquico, que rigiera por casi setenta años en el
siglo XIX, la cual consagraba una forma estatal de cuatro poderes, sobreponiendo al ejecutivo, legislativo y judicial el
poder moderador, ejercido personalmente por el emperador. Este poder —razonaban los ideólogos de la dictadura—
derivaba de que el monarca tenía en sus manos el supremo mando militar, con lo que, al terminar la monarquía, el poder
pasaba automáticamente a las Fuerzas Armadas.
Casuismos aparte, la vida política brasileña de los años setenta y principios de los ochenta va a caracterizarse por el
esfuerzo de los militares para mantener la iniciativa y el control del proceso de liberalización, con vistas a arribar a una
reformulación institucional que les asegurara formalmente una posición en tanto que cuarto poder del Estado. El ejercicio
de ese poder quedaría en manos de los órganos corporativos de la institución castrense, a nivel de estado mayor, y de
los aparatos de inteligencia, pero tendría su instancia máxima en el Consejo de Seguridad Nacional. Fórmulas similares
inspiraron la Constitución propuesta en referéndum por los militares uruguayos, a principios de los años ochenta, y que
fue rechazada, así como el pliego de exigencias presentado por los militares argentinos en vísperas de abandonar el
poder, el cual no fue atendido.
Lo sucedido en Uruguay y Argentina y el fracaso relativo del último gobierno castrense de Brasil (que debió ceder
prematuramente, según su propio calendario, el poder a los civiles, sin garantizar formalmente su propia posición en el
Estado) no deben sin embargo llevar a engaño: ello representa más la derrota de ciertas facciones militares y de sus
estrategias particulares que el fracaso definitivo de las Fuerzas Armadas en sus pretensiones de crearse un espacio
propio en la nueva institucionalidad que se está gestando en América Latina. Es posible que la correlación de fuerzas en
las luchas actuales no favorezca la fórmula del Estado de cuatro poderes, tal como se planteó en la segunda mitad de los
años setenta. Pero el problema de la institucionalización del poder militar, vale decir, la definición formal del papel de las
Fuerzas Armadas en el nuevo Estado, sigue en pie.
En este sentido, los militares siguen contando con el apoyo de Estados Unidos. Bajo Reagan, la política exterior
norteamericana para América Latina, aunque ha restablecido el énfasis en la cuestión de la seguridad, ha seguido
favoreciendo la implantación de democracias viables en la región y se ha empeñado directamente en ello en
Centroamérica. Pero esa convergencia de intereses de Estados Unidos y las Fuerzas Armadas latinoamericanas no
oculta el hecho de que éstas se oponen, en cierta medida, al proyecto de reconversión económica planteado por aquel
país particularmente —aunque no sólo por esto— en lo que se refiere a su intención de debilitar el aparato estatal en la
esfera económica. Es por allí que pasa también lo principal de las divergencias existentes hoy día entre las fuerzas
armadas y las burguesías latinoamericanas.
EL PROYECTO BURGUÉS
Inspiradora y principal beneficiaria de los regímenes militares, la burguesía comenzó a separarse de ellos a cierta
altura del proceso, para plantearse la conveniencia de asumir la gestión directa del aparato estatal. Influyó para esto el
aumento del costo del manejo de la cosa pública, derivado de la intermediación militar y agravado por la corrupción que
las dictaduras propiciaban (lo que, si bien beneficiaba a distintos grupos burgueses, desaprovechaba al conjunto de la
clase). Influyó también el hecho de que las fuerzas armadas buscaron inclinar en favor de sus propios proyectos las
políticas estatales, no siempre totalmente coincidentes con los intereses más generales de la burguesía (como, por
ejemplo, en el caso de Brasil, el excesivo énfasis atribuido a la conquista de la tecnología nuclear). Pero el factor
determinante fue el surgimiento y desarrollo de los movimientos democráticos populares, que mostraron la incapacidad
de los regímenes militares para promover una estabilidad política duradera.
La burguesía, que viera con hostilidad y recelo ese movimiento, acabó por adherirse a él. Pero no se limitó a la
adhesión: bregó afanosamente por asumir su conducción ideológica y política, procediendo, previamente, a su propia
unificación mediante un gran acuerdo entre sus distintas fracciones. El éxito obtenido en esa empresa favoreció el
carácter pacífico asumido por la transición y permitió que la creación de una nueva institucionalidad se hiciera en un
marco de relativa continuidad, orientándose hacia la concertación de un pacto social capaz de restituir legitimidad al
sistema de dominación y al Estado.
La concreción del pacto social ha quedado sujeta, sin embargo, a la definición del proyecto burgués para la
reorganización de la economía y del Estado. La burguesía ha planteado, en este sentido las líneas básicas de su
propuesta: la reconstrucción de la democracia parlamentaria y la edificación de un Estado neo-liberal. En su retórica,
esas dos líneas aparecen confundidas en una sola, siendo corriente en su discurso el uso de consignas liberales
aplicadas a la solución de cuestiones democráticas. En la práctica, se trata de orientaciones distintas, aunque
orgánicamente vinculadas, que generan problemas claramente diferenciables en sus relaciones con las demás fuerzas
sociales y políticas.
Desde el punto de la reconstrucción democrática, la burguesía pone el acento principal en el fortalecimiento del
Parlamento, donde puede con facilidad obtener mayoría, directamente o por mediación de la élite política a su servicio.
Choca, por un lado, con los militares, inclinados, como vimos, a institucionalizarse en tanto que cuarto poder del Estado,
por encima de los tres poderes tradicionales. Choca, por otro, con el movimiento popular, que —sin oponerse
propiamente a la revalorización del legislativo— tiende, a partir de su experiencia reciente, a la idea de una democracia
participativa, que privilegie a las organizaciones sociales respecto al Estado y las convierta en órganos de decisión y
control en las cuestiones que interesan directamente a los distintos sectores del pueblo.
En lo que atañe al liberalismo, la burguesía lo toma como arma para privatizar en su beneficio el capital social hoy
en manos del Estado y limitar la capacidad de regulación de que dispone el Ejecutivo, ya sea transfiriendo partes de sus
atribuciones al Parlamento, ya sea apropiándose ella misma de la otra parte en nombre de los derechos sagrados de la
iniciativa privada. Encuentra, aquí también, cierta oposición de las fuerzas armadas, que retiran su savia del Estado y en
especial del Ejecutivo, así como la desconfianza del movimiento popular, el cuál vacila aún entre la defensa de la
propiedad estatal y la búsqueda de nuevas formas de propiedad social, ligadas a la cooperación, la cogestión y la
autogestión.
Las dificultades que enfrenta la burguesía para plasmar en la esfera política sus intereses se acentúan en relación a
la definición e implementación de su proyecto económico. La crisis que vive la región concurre decisivamente para ello,
en la medida en que, como toda crisis, agudiza las contradicciones de clases y propicia enfrentamientos internos en la
misma clase dominante; tanto más cuanto que la crisis no representa un mero fenómeno cíclico dentro de un dado patrón
de reproducción del capital, sino más bien la ruptura del patrón vigente y el esfuerzo difícil de gestación de uno nuevo.
Vimos ya que América Latina enfrenta el proyecto de reconversión económica planteado por Estados Unidos, cuya
concreción implicaría para ella reasumir el papel de economía exportadora que desempeñó antes en el sistema
capitalista y renunciar, pues, al intento de desarrollo auto-centrado, que inició en los años treinta. Existe, naturalmente,
una diferencia fundamental en la situación que se quiere crear y la que rigió en el siglo XIX: al contrario de ayer, América
Latina está hoy obligada a nivelarse internacionalmente en materia de productividad y de tecnología, cualesquiera que
sean las ramas —agrícolas, mineras o manufactureras— que aseguren su vinculación al mercado exterior. Ello no hace
sino agravar los problemas creados por la reconversión, al plantear de manera aún más drástica la supresión de ramas
enteras de actividad —y por ende la destrucción del capital social correspondiente y de los sectores burgueses allí
implantados—, así como la extensión del desempleo abierto o disfrazado para amplios contingentes de trabajadores.
Es comprensible que la gran burguesía industrial y financiera —agente y gestora natural de la reconversión— se
enfrente a rebeldías y resistencias que la obligan a entablar con Estados Unidos una negociación difícil, de cuyo
resultado depende en gran medida la preservación de su sistema de dominación. La presencia de las Fuerzas Armadas
en el conflicto es un factor adicional de complicación, en la medida en que la reconversión amenaza en muchos aspectos
su base económica de poder, sobre todo cuando pone en entredicho la posibilidad de desarrollar industrias como la
bélica, la nuclear, la informática, en los países de mayor desarrollo relativo, pero también, para los demás, la mecánica y
la metalúrgica. Hay que considerar en fin que la gran burguesía misma no siempre coincide con las directrices fijadas por
el proyecto norteamericano, ambicionando la ocupación de espacios que éste muchas veces le está vedando.
El grado de desarrollo económico del país y su posición en la economía internacional, la configuración que presenta
la lucha de clases, el peso específico de la gran burguesía en el sistema de dominación, la importancia relativa que tiene
para cada nación la carga de destrucción implícita en la reconversión: todo ello está contribuyendo a establecer los
niveles de enfrentamiento con Estados Unidos y a propiciar soluciones particulares en materia de política interna,
particularmente en lo que se refiere a las alianzas de clases. En los extremos, se perfilan dos situaciones-limite. En Perú,
la convergencia de la burguesía, las Fuerzas Armadas y amplios sectores del movimiento popular en el legado aprista,
que enfatiza el papel del Estado, y en su seno en el Ejecutivo, sobre la base de un pacto social definido en términos
netamente reformistas y antimperialistas. En Brasil, la alianza entre la gran burguesía y las Fuerzas Armadas —
pendiente todavía la cuestión de si el eje del Estado pasará por el Congreso o el cuarto poder— para restaurar, sobre las
bases de la democracia representativa, la legitimidad del Estado y, mediante una política neodesarrollista, preservar en
cierta medida la posibilidad de una economía autocentrada.
En todos los casos, los procesos de redemocratización que están en curso en América Latina se desarrollan bajo la
hegemonía burguesa y amenazan con frustrar al principal protagonista de los movimientos antidictatoriales que hicieron
posibles tales procesos: el pueblo. Entender por qué esto es así es preguntarse si, en un futuro cercano, la situación
podrá ser diferente; lo que es, a fin de cuentas, la razón de ser de esta reflexión.
LA LUCHA POR LA DEMOCRACIA
El movimiento popular viene de una derrota histórica, que significó para él el desmantelamiento de sus vanguardias
y el sacrificio de sus cuadros y dirigentes. El fin de las dictaduras ha sido, en buena parte, obra suya, en especial merced
a los combates que libró en los últimos ocho años. Pero en él concurrieron también otros factores, como vimos
anteriormente, cuya fuerza y presencia las fuerzas populares intuyen, sin que —melladas en su capacidad de análisis y
elaboración táctica por la destrucción de la izquierda— sean capaces de identificarlos con claridad para, a partir de ahí,
trazarse una línea de acción. Peor todavía: su desarrollo reciente ha dividido y dispersado a las fuerzas populares,
creando obstáculos para que puedan proyectarse en el plano político con su fuerza real; lo que las lleva a manifestarse
como movimiento tan sólo en coyunturas críticas.
La división y dispersión del campo popular fueron impuestas por los militares, en su afán de suprimir cualquier tipo
de oposición organizada. Reprimidos y perseguidos, los ciudadanos se refugiaron en sus últimos reductos, aquellos de
los cuales no se les podía expulsar: la fábrica, la vivienda, la escuela, para iniciar desde allí un esfuerzo de resistencia a
la violación de sus derechos y, luego, de defensa abierta de estos. Ello supuso una labor de organización por la base del
movimiento popular, que le permitiría, en el futuro, empeñarse en las grandes campañas democráticas.
La sustentación social endeble de las dictaduras y el conjunto de factores nacionales e internacionales que
conspiraron contra su permanencia aceleraron el curso del proceso y llevaron a resultados que rebasaban con mucho la
capacidad real de acción del movimiento popular. Este, debió ingresar, pues, en una nueva etapa antes que su proceso
de renovación y reestructuración estuviera cumplido. Mucho de su accionar quedó ligado a sus intereses inmediatos,
corporativos, sin llegar a aquel punto en que estos se trastocan en objetivos sociales y políticos de alcance más general.
La sustitución de sus viejos dirigentes por los nuevos cuadros forjados en las luchas de resistencia todavía no había
culminado cuando debió continuarse en la nueva etapa, con lo que sus distintos sectores perdieron unidad de dirección.
La complejidad de los elementos que forman el movimiento popular y la transformación reciente de sus condiciones
de vida, aún no asimilada como experiencia, hicieron el resto. Esto se aplica tanto a las nuevas clases medias
asalariadas, que se ampliaron notablemente en los últimos años a costa de la burguesía mediana y pequeña o de la
misma clase obrera, como al proletariado industrial, que debió asimilar nuevos contingentes urbanos y rurales en
proporciones desmesuradas. Pero se aplica también al proletariado rural y al campesinado pobre, así como a los estratos
medios y pequeños de la burguesía.
Es por ello el ascenso del grado de organización y combatividad de las masas de América Latina, particularmente
notable desde el último tercio de los años setentas, no ha sido suficiente para neutralizar la ofensiva ideológica y política
de la gran burguesía. Esta ha podido intervenir en un momento en que la conciencia crítica del pueblo respecto al
sistema que lo oprime y explota apenas comenzaba a aflorar y sólo en algunos sectores de punta esbozaba una
respuesta radical. La burguesía asumió las aspiraciones populares y da ahora su respuesta, que las diluye y deforma,
ofreciendo reformas liberales ahí donde comenzaban a plantearse exigencias de participación, democracia y socialismo.
Pero no hay fenómeno en la vida social que no tenga dos signos. Si la experiencia molecular y marcadamente
reivindicativa del movimiento popular se constituyó en factor negativo para su unificación, al momento de inicio de la
redemocratización, le proporciona, en cambio, las premisas para una estrategia de lucha por el poder y para un proyecto
nuevo de sociedad. Al lado de sus organizaciones tradicionales, como los sindicatos, el movimiento popular cuenta con
órganos de todo tipo, que debió crear para asegurar su derecho a la vivienda, al transporte, al abastecimiento, a la
distribución de luz y agua, los cuales le confieren una capacidad insospechada para comprender, manipular y controlar
los complejos mecanismos de producción y circulación de bienes y servicios. Así, cuando la burguesía le plantea hoy un
modelo de sociedad que pretende traspasar a la iniciativa privada esos mecanismos o ponerlos bajo la tutela de un
Estado centrado en el parlamento, donde ella es soberana, el movimiento popular está en condiciones de contraponer su
propio esquema de organización social, basado en la organización de los ciudadanos en torno a sus intereses
inmediatos y en su participación directa en las instancias pertinentes de decisión.
Habrá, quizá, que plantearse una fase intermedia, dictada por la correlación de fuerzas, y que consiste en convertir
esos órganos de democracia participativa en instrumentos de presión y control sobre el aparato de Estado, antes de
lograr acceso al nivel pleno de la toma de decisiones. Pero, aun así, ello abre al movimiento popular un camino propio,
independiente, entre las posiciones de la burguesía y de las Fuerzas Armadas en torno al problema de la privatización
del Estado. La experiencia de los pueblos latinoamericanos les ha enseñado que la concentración de poderes en manos
del Estado, cuando éste no es suyo, sólo refuerza la máquina de opresión de la burguesía. Debilitarlo hoy, restarle fuerza
económica y política, no puede, pues, sino interesar en el más alto grado al movimiento popular, siempre y cuando ello
implique la transferencia de competencias, no a la burguesía sino al pueblo. Por ello, frente a la privatización o la simple
estatización, el movimiento popular plasma sus intereses en la propuesta de un área social regida por el principio de la
autogestión y por la subordinación de los instrumentos de regulación del Estado a las organizaciones populares.
En la lucha por su propuesta democrática, el movimiento popular necesita más que nunca de su unificación en el
plano social y de la reconstitución de sus direcciones políticas. La reorganización de la izquierda es hoy un imperativo
para que la idea de democracia, tal como se ha abierto paso en la conciencia popular latinoamericana, se convierta en
realidad. En ello, naturalmente, la responsabilidad mayor es de la izquierda misma. A ella le cabe reflexionar sobre la rica
experiencia que ha sido la suya, en estos años, sacando las lecciones que allí se encierran, y abrirse sin prejuicios de
ninguna especie a la comprensión de la evolución real del movimiento popular, en el periodo reciente. El otro camino, el
de la discusión doctrinaria, que la izquierda se ve tantas veces tentada a trillar, no le abre perspectivas reales de
desarrollo.
En ese proceso cabe, sin duda, repensar la tendencia que ha sido la de la izquierda de los años sesenta en el
sentido de privilegiar las tareas económicas en la lucha revolucionaria, el uso del Estado como factor primordial de
transformación y la visión del hombre primariamente como entidad socioprofesional. La realidad última de la lucha de
clases adviene del proceso productivo y no está en discusión la definición del individuo como obrero o campesino. Pero
obrero o no, campesino o no, el individuo es hombre o es mujer, es blanco, indio o negro, es un animal que requiere
condiciones ecológicas adecuadas a su sobrevivencia, entre muchos otros aspectos. Como tal, le es lícito y necesario
participar en movimientos y organizaciones centrados en exigencias particulares y específicas, aunque sólo en un plano
recobre su unidad, sólo allí reintegre sus distintas facetas en un todo indivisible: en cuanto ciudadano, miembro integral
de la sociedad política. En un mundo dividido en clases y grupos, no le es dada la participación directa como ciudadano
en la sociedad y en el Estado, pero sí como miembro de un partido político que se proponga abolir esas clases y marchar
hacia la supresión del Estado.
Partidos y organizaciones sociales no son entidades antagónicas; son, por el contrario, fenómenos referidos a
distintos ámbitos de la vida real, a distintas dimensiones e instancias de la participación del individuo en la sociedad.
Contraponerlos en la óptica autonomista, o jerarquizarlos y subordinarlos entre sí, al viejo estilo de la izquierda, no puede
sino obstaculizar a unos y otras y conducir al individuo y su práctica social hacia la desintegración. Asumir su desarrollo
interdependiente y armónico apunta, inversamente, a la recuperación del hombre integral en su diversidad y riqueza y
permite aspirar a la construcción de una sociedad que le ofrezca el amplio espacio que él requiere.
Éste es el reto que está planteado a la izquierda latinoamericana y que, si responde bien a él, le permitirá triunfar allí
donde otros han fracasado: formular un proyecto independiente y alternativo al simulacro de democracia que pretende
imponer la burguesía. No se puede prever todavía su diseño, que deberá surgir de las luchas concretas que se están
librando. Pero, aunque rechazando las trampas con que la burguesía busca confundir las aspiraciones de las masas, tal
proyecto, habrá de rescatar las conquistas históricas que las masas han logrado ya en el seno de la sociedad burguesa.
Del mismo modo, descartará los planteamientos dogmáticos y sectarios que hacen de la unidad punto de partida, al
revés de —comenzando por el reconocimiento de las tendencias políticas y corrientes ideológicas existentes— hacer del
pluralismo el criterio fundamental de una práctica social libre y solidaria.
En tal proyecto, democracia y socialismo reasumirán su verdadero significado, que hace de una la contrapartida
necesaria del otro, y se plantearán no sólo como visión prospectiva de un orden social deseado, sino también y sobre
todo como expresión programática de lo que mueve a los hombres en su vida todos los días.



http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/secret/cuadernos/marini/marini.pdf

LA DICTADURA DE LOS BANQUEROS

“El poder político real es ejercido a nivel mundial por un pequeño grupo de individuos sin escrúpulos que se encuentra en EE.UU., un país gobernado por dirigentes de sociedades secretas, que coincide que son los dueños de los seis principales bancos. Este pequeño grupo dirigente constituye el cerebro que domina el mundo”.

Louis de Brouwer, consultor de la ONU-UNESCO.

En las manifestaciones con motivo de la huelga general del pasado 19 de marzo en Francia, la pancarta de cabecera rezaba: “El pueblo antes que los banqueros”. En EE.UU. la furia popular se ha desatado hasta el punto de que se aconseja a los dirigentes de bancos y de AIG que no salgan a la calle con nada que les pueda identificar. En Inglaterra tambien se ha desatado la caza del banquero: Fred Goodwin, consejero delegado del Royal Bank of Scotland, se halla en paradero desconocido despues de recibir amenazas. El pueblo, empobrecido y airado, empieza a identificar al enemigo.

Los ciudadanos asisten estupefactos al espectáculo de unos gobernantes que esquilman las arcas públicas para salvar a una banca que no responde ante ellos, ni ante nadie, sobre el destino del dinero que reciben; unos gobernantes que parecen impotentes o resignados ante ella. La razon de esa parálisis-sumisión es porque, en su inmensa mayoría, están puestos ahí por ella, que los coopta o financia sus campañas electorales (Sarkozy y Gordon Brown son protegidos de la banca Rostchild; y Obama está virtualmente secuestrado por Wall Street); los pocos restantes están estrechamente “vigilados”. Son los gobiernos, pues, los que responden ante la banca y no al revés. Por otra parte, los bancos centrales, supuestamente independientes, son, en realidad, tentáculos del clan banquero para consolidar su poder mundial, y tampoco responden ante nadie ni son elegidos democráticamente (el analista mexicano Alfredo Jalife Rhame se refiere a ellos como “la dictadura centralbanquista”).

No existe en las constituciones ni en los programas electorales de los países con economía de mercado ninguna ley o principio que diga que cualquier empresa privada puede quebrar excepto los grandes bancos, ya que -hayan hecho lo que hayan hecho- “son demasiado importantes para dejarlos caer”. Una declaración semejante supondría una arbitrariedad y una vulneración de las reglas de dicha economía de mercado, salvo que se considerase a los bancos rescatados como empresas semipúblicas, bajo control, por tanto, del Estado; pero en el neoliberalismo la nacionalización de la banca está, por principio, excluída. Y sin embargo el lema -no declarado- “la banca primero” ha estado como una regla de oro detrás del comportamiento de todos los gobiernos occidentales, que saquean sin pudor los fondos publicos (¿no deberían ser procesados por malversarlos?) como si el reflotamiento de la banca privada constituyese una prioridad sobre cualquier otro problema económico o social. Las reticencias para salvar a la General Motors, empresa emblemática de la industria estadounidense, contrastan con la ayuda inmediata e incondicional recibida por el Citibank, ejemplo perfecto de banster (banco ganster). Este inicuo salvamento de los victimarios con dinero de las víctimas, dejando a éstas en el más completo desamparo, no tiene precedentes en la historia de las modernas democracias y desvela que los gobiernos neoliberales son meros instrumentos de una, hasta ahora camuflada, dictadura de Los Banqueros (con mayúscula, para referirnos a la gran banca, pues la pequeña está siendo absorbida por ésta).

El crédito bancario asequible es fundamental para el funcionamiento de la economía productiva capitalista. Su corte brusco y prolongado –y la inoperancia de los gobiernos- está dejando miles de pequeñas y medianas empresas quebradas y millones de trabajadores en paro. Cuando, tras un largo rescate -el Banco de Inglaterra prevé una década de resaca bancaria- vuelva a fluir habrán desaparecido muchos de los que lo necesitaban y los daños económicos y sociales serán cuantiosos e irreversibles. La reciente reunión del G20 que, presidida por los que crearon la crisis (¡la zorra al cuidado de las gallinas!), se autoarroga la representación del planeta, mantiene el principio de “la banca primero” entre otras medidas para, previo maquillaje, reflotar el sistema y empobrecer más aún a la gente. Como dice Lyndon Larouche, las recetas del G20 “acabarán con el paciente”. Todo ello justifica el calificativo de Juan Torres López de “crimen contra la humanidad” aplicado a esta política.

Un poco de historia

La cita que encabeza este artículo corresponde a unas declaraciones hechas hace más de una década. Sin embargo, pese a la caída de Lheman Brothers (mas bién una estratégica “demolición controlada”) y la absorción de Merrill Lynch, no ha perdido actualidad: el clan de los grandes banqueros sigue siendo, básicamente, el mismo; y a la siniestra secta Bildelberg, presidida por ellos, se la señala como “gobierno mundial en la sombra”. Recientemente, Daniel Kaufman y Simón Johnson, ex economistas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional respectivamente, denunciaban un “golpe de Estado” de la banca estadounidense, que en la última década corrompió a los políticos para que evitasen cualquier regulación o control de su actividad, propiciando la aparición de burbujas especulativas. Pero la historia de ese “golpe” viene de mucho más atrás.

Hay que remontarse al nacimiento de la FED (Reserva Federal Estadounidense) en 1913, una asociación de bancos privados que consigue asumir en régimen de monopolio importantes prerrogativas del Estado. Previamente, en el siglo XIX , la familia europea de los Rostchild había desembarcado en EE.UU. para asociarse con John Rockefeller I y formar un poderoso lobby de grandes banqueros e industriales en aquel país. A principios del siglo XX este clan ya había instalado allí diversas sucursales de lo que llamaron Federal Reserve Banks (conocida como la FED), una asociación de bancos privados con tal capacidad de presión que en aquel año consiguió del presidente Woodrow Wilson la autorización para emitir en exclusiva papel moneda con garantía del Estado y manejar los tipos de interés. Se dice que algún presidente que trató de revertir esta insólita situación murió en el intento. Cuando, después de la segunda guerra mundial el dólar sustituye al oro y deviene moneda-patrón, el poder económico-financiero de ese grupo de banqueros privados se expande internacionalmente. Este poder se multiplica hasta convertirse en la cúpula del poder capitalista mundial cuando, a partir de la crisis de los años setenta, la economía se financieriza y liberaliza (consenso de Washington) y el capital financiero pasa a dominar toda la economía productiva.

Como decíamos en otro trabajo, todo poder económico acaba convirtiendose en un poder político. En estrecha alianza con el poderoso complejo industrial-militar, la FED, en efecto, ha acabado controlando la política interior y exterior de la potencia mas grande del mundo: los Estados Unidos de Norteamérica. Ya lo predecía en el siglo XIX, con profética lucidez, uno de los padres de la patria norteamericana, Thomas Jefferson, cuando, a la vista de las intrigas de los banqueros, avisaba: “Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, los bancos y todas las instituciones que florecerán en torno a ellos privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo sobre la tierra que sus padres conquistaron”. En esas estamos: millones de estadounidenses duermen en carpas o en automóviles en las afueras de las grandes ciudades.

Para desarmar la dictadura

Como si de un anti Robin Hood se tratara, el G20 busca, con sus recetas, perpetuar la criminal succión de riqueza de abajo hacia arriba; es decir, robar a los pobres para ayudar a los ricos. Ello nos acabaría abocando, como avisan algunos analistas, a una situación neofeudal: todos los derechos y todo el poder económico concentrado en unos pocos que someten a la servidumbre a la inmensa mayoría de la humanidad. Creen poder ahogar su previsible rebelión con sofisticadas técnicas de control social y eliminando a una buena parte de ella con un “caos controlado”. Antes de que estos nuevos señores feudales -que, como los de la Edad Media, son tambien “señores de la guerra”- lleven a cabo sus criminales propósitos y consoliden su dictadura, tenemos que derribar los pilares en que asientan su poder. Esos pilares son cinco: la erradicación de la banca pública, la red de bancos centrales seudoindependientes, los paraísos fiscales, el patrón-dólar y, en última instancia, el poder militar.

Empecemos por los más problemáticos: los paraísos fiscales fueron objeto de una condena formal en la última reunión del G20, pero, en la práctica, seguirán funcionando en los centro del poder financiero, Estados Unidos e Inglaterra. No obstante, la conciencia de su carácter criminal se extiende por el mundo y, si persistimos en su denuncia, cada vez será mas difícil seguir operando con ellos. En cuanto al dólar, atraviesa también una profunda crisis (China, alarmada, pidió sustituirlo por “derechos especiales de giro” del FMI en el G20) y, a la larga, su papel es insostenible por su falta de respaldo y la proliferación de monedas regionales u otros medios de intercambio. Algunos analistas -como el citado Jalife Rhame- piensan que la banca “anglosajona-israelí” desencadenaría una tercera guerra mundial si viese la hegemonía del dólar directamente amenazada. No obstante, ésta sería inevitable con la deshumanizada mentalidad de estos banqueros-guerreros. Como dice Danielle Bleitrach, comentando un trabajo de Rémy Herrera en la revista Afrique-Asie, “las dimensiones económicas y militares de la crisis están estrechamente relacionadas: la guerra agrava los desequilibrios de la economía estadounidense que las altas finanzas tratan de resarcir por medio del saqueo y la guerra perpetua..”.

Mas viable, de forma inmediata, sería una ofensiva contra los otros dos pilares, empezando por la reivindicación de una banca pública sin ánimo de lucro y democráticamente controlada. Como decíamos al principio, la conciencia de la responsabilidad de la banca privada respecto a la grave crisis que padecemos se extiende por todos los países occidentales. La indignación no se circunscribe a las clases populares, sino que abarca también a pequeños y medianos empresarios, víctimas directas del recorte del crédito. Pese a que, previsiblemente, los gobernantes lacayos presentarán una resistencia numantina, no podrían mantenerla por mucho tiempo, pues, a medida que avance la penuria, la presión social les desbordaría: se trata simplemente de exigir que el dinero de nuestros impuestos venga en nuestra ayuda y no en la de la odiada banca. Se trata, como dice Michel Husson, de reivindicar el crédito como un servicio público. La consecución de este objetivo -para el que habría que desplegar y combinar todas las formas de movilización ciudadana- supondría un torpedo en la línea de flotación de la dictadura de Los Banqueros. Facilitaría, además, la ofensiva contra los bancos centrales “independientes”, con los cuales una banca nacionalizada devendría incompatible; y, posteriormente, contra los paraísos fiscales y los gastos militares. En la UE esta movilización debería hacerse en dos frentes, el nacional, el europeo; para intentar coordinarse después con EU, donde la indignación ciudadana es aún mayor.

Decía recientemente el ex congresista y ex candidato presidencial Ron Paul, uno de los pocos políticos estadounidenses que se ha pronunciado por el cierre de la FED, afirmando que es una organización secreta insconstitucional: “Nos acercamos no a un fascismo al estilo Hitler, sino a otro de apariencia más suave, que se manifiesta en la pérdida gradual de libertades civiles, en el que las corporaciones lo dirigen todo... y el gobierno está en la misma cama con el gran dinero”. Le faltó señalar una similitud con el hitleriano: con una confianza ciega en su siniestra “agenda oculta”, este neofascismo sueña también con un imperio que dure mil años. Pero como aquél -y como todos los imperios- nos llevará, si no lo desarmamos, a un escenario de barbarie y destrucción.

Luis Alsó

Rebelión

http://kayucolectivo.obolog.com/dictadura-banqueros-luis-also-407755

MUEREN DE MALARIA UN MILLÓN AL AÑO, POR ALTO COSTO DE FÁRMACOS


Londres, 2 de noviembre. Casi un millón de personas mueren de la malaria cada año porque no pueden pagar el tratamiento más efectivo, y en cambio, compran fármacos obsoletos para los que el parásito de la enfermedad ya se ha hecho resistente, dijeron investigadores este lunes.

Las terapias combinadas con artemisinina, o TCA, fabricadas por empresas como Novartis y Sanofi-aventis, pueden costar hasta 65 veces el salario mínimo de un día en algunos países africanos, según un estudio realizado en seis naciones en riesgo alto de la plaga.

Populations Services International Malaria (PSI, por sus iglas en inglés) se encargó de la investigación.

Las TCA pueden costar hasta 11 dólares a aquellos pacientes que las compran sin receta, mientras los medicamentos más viejos y menos efectivos pueden costar sólo 30 centavos de dólar.

Ya que la mayoría de la gente accede a los medicamentos contra la malaria por medio del sector privado, los precios se convierten en una barrera crítica, dijo Desmond Chavasse, director del PSI.

Un tratamiento completo de TCA para adulto puede suponer hasta 65 veces su salario diario. Esto supone un incentivo para que (muchos pacientes) la elección antimalaria equivocada, añadió el experto.

La malaria es una enfermedad potencialmente mortal que se transmite por la picadura de mosquitos. Los niños representan 90 por ciento de los decesos en África subsahariana y en partes de Asia, que son las zonas más afectadas.

Chavasse habló con periodistas desde Nairobi, donde se encontraba en una conferencia internacional sobre la enfermedad para presentar un estudio llamado ACTWatch.

El ACTWatch es un proyecto de investigación impulsado por el PSI y la escuela Londinense de Higiene y Medicina Tropical acerca del mercado de medicamentos contra la malaria en seis países de África subsahariana y Camboya.

El estudio, diseñado para suministrar una base crítica a los expertos para que juzguen sobre el plan de subsidio de dosis que se ofrecen en 11 naciones, tuvo en cuenta la accesibilidad, los precios y el volumen de 23 mil tratamientos contra la malaria.

En la mayoría de los países, las TCA conforman entre 5 y 15 por ciento del volumen total de los tratamientos antimalaria en el mercado, según se extrae del estudio.

De acuerdo con la PSI, la mayoría de los países en los que la malaria es endémica cambiaron sus políticas de tratamiento hace unos tres años para favorecer el abastecimiento de TCA y así frenar la resistencia de la malaria a otras medicinas monoterapéuticas.

Pero Chavasse dijo que, a pesar de esto, la accesibilidad de la TCA puede ser menor de 20 por ciento en el sector de centros de salud públicos.

Los expertos en ese mal esperan que el plan de subsidio lanzado en abril por el Fondo Global contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria reduzca los precios de la TCA en las naciones más pobres.

El plan es ofrecido a Benín, Camboya, Ghana, Kenia, Madagascar, Uganda, Nigeria, Ruanda, Senegal, Tanzania y Níger, para tratar de recortar los precios de 50 centavos de dólar a 20.

http://www.desdeabajo.info/index.php/actualidad/internacional/5710-mueren-de-malaria-un-millon-al-ano-por-alto-costo-de-farmacos.html